Reseña bibliografica

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·     Octavio Paz y la poética de la historia mexicana, de David A. Brading. Trad. de Antonio Saborit. México, Fondo de Cultura Económica, 2002 (Sección de Obras de Historia).

L. Cervantes-Ortiz

La poesía,

               puente colgante entre historia y verdad,

no es camino hacia esto o aquello:

                              es ver

la quietud en el movimiento,

                              el tránsito

en la quietud.

                        La historia es el camino:

no va a ninguna parte,

                              todos lo caminamos,

la verdad es caminarlo.

                              No vamos ni venimos:

estamos en las manos del tiempo.

                              La verdad:

sabernos,

               desde el origen,

                              suspendidos.

Fraternidad sobre el vacío.

 

O. PAZ, “Nocturno de San Ildefonso” (1)

D

avid A. Brading es un historiador británico, profesor de la Universidad de Cambridge, sumamente interesado en México, autor de varios libros al respecto, entre ellos, Orbe indiano: de la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, Mito y profecía en la historia de México, y el monumental La Virgen de Guadalupe: imagen y tradición (2002). Además, junto con John Elliott, Alan Knight, Brian Hamnett y Hugh Thomas, colaboró en el volumen Cinco miradas británicas a la historia de México (2000). Allí, aborda ampliamente las relaciones entre el patriotismo criollo colonial y la formación del nacionalismo. En agosto de 2000 participó en el coloquio internacional que celebró el quincuagésimo aniversario de la aparición de El laberinto de la soledad, libro paradigmático de Octavio Paz (2). A fines de 2002, el Fondo de Cultura Económica puso en circulación una versión ampliada de dicha participación bajo el título Octavio Paz y la poética de la historia mexicana (3).

Se trata de un libro breve que pasa revista, en nueve secciones, a las diversas formas en las que el poeta mexicano concibió el pasado mexicano en distintos momentos de su larga carrera, como explica Brading en el prefacio, donde agrega, resumiendo muy bien su apreciación global del pensamiento de Paz, que “en sus escritos sobre el pasado de México es posible observar un alto contraste entre la precisa aunque exuberante imaginería que desplegó para atrapar la esencia de momentos históricos decisivos y las yermas conclusiones de su lógica metahistórica” (pp. 7-8). Con estas palabras de advertencia, Brading delimita con precisión los alcances de las afirmaciones pacianas, propias de un poeta y ensayista que nunca tuvo pretensiones académicas. Por ello no discute las implicaciones historiográficas de los conceptos y símbolos propuestos por Paz.

Como historiador riguroso, Brading se sirve de algunos escritos en donde Paz incubó y plasmó su muy personal visión de la historia mexicana. Se trata, cronológicamente, de algunos textos anteriores a 1950 (recogidos en Primeras letras, de 1988); El laberinto de la soledad, en sus dos ediciones (1950 y la definitiva de 1959); Posdata (1970); Los hijos del limo (1974); y “Nueva España: orfandad y legitimidad”, prólogo a la versión castellana del libro de Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México (1977). Con esta selección nada azarosa, Brading manifiesta un profundo conocimiento del pensamiento de Paz, pues los textos escogidos para su análisis forman parte de una reflexión cuya continuidad sólo puede apreciarse mediante una visión global de toda la obra.

1. poesía e historia: indagar en la revelación

1.1 Las influencias

En la primera sección, Brading resume la obra de José Vasconcelos (1881-1953) y otros escritores y artistas posrevolucionarios, dominados por un “misticismo fundado en la belleza”, como antecedente de la reflexión que Paz culminaría con la redacción de El laberinto… Vasconcelos, un filósofo católico cuyo escepticismo acerca de la Revolución no le impidió colaborar con algunos de los gobiernos resultantes de la misma, presidió un notable renacimiento cultural desde los altos cargos que ocupó, donde manifestó claros sesgos mesiánicos relacionados con las ideas que profesaba acerca del porvenir de América Latina. Su visión histórica le hacía ver el surgimiento futuro de una raza cósmica (título de uno de sus libros más conocidos), esto es, que había llegado el momento de la emancipación del espíritu latinoamericano, tantas veces sometido a los impulsos coloniales. Impulsos e ideas similares propugnaron algunos de los famosos muralistas, impulsados por Vasconcelos. Éste, a su vez, nunca abandonó el recelo hacia la cultura estadunidense y, en particular, hacia el protestantismo. Otros escritores católicos, como el poeta Ramón López Velarde, tampoco escondían su creencia en que “la médula de la Patria es guadalupana”. Otro antecedente importante de El laberinto… es el libro de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, muy influido por la psicología de Alfred Adler, donde afirmaba que “la historia de México, en el plano espiritual, es la afirmación o negación de la religiosidad”. Ramos, a su vez, fue influido por las ideas de Justo Sierra.

Vasconcelos no fue para Paz más que un lejano y contradictorio modelo literario en su búsqueda personal. Así lo muestra la segunda sección, consagrada a rastrear la perspectiva histórica de los primeros escritos pacianos, donde el joven escritor mexicano comenzó a vislumbrarse a sí mismo como poeta y profeta, muy en la línea del romanticismo alemán e inglés. Nieto de Ireneo Paz, un distinguido liberal, e hijo de Octavio Paz Solórzano, abogado zapatista, el joven Octavio recibió y asumió una idea trascendental de la poesía, al mismo tiempo que empezó a abominar del nacionalismo ramplón de su época. Los conceptos de soledad y comunión, se mezclaban en su reflexión con una visión semirreligiosa de la poesía, entendida como una forma secular de revelación. Al discutir a Neruda, Paz “definía la inspiración poética como un fuego y una fuerza que se apoderan del poeta y que por tanto era ‘la señal divina del hombre’”.

Las ideas de Paz sobre la historia estaban dominadas por la oposición entre nacionalismo y universalidad, mediada por las tendencias literarias y artísticas del momento. Afirmaba, en su respuesta a un cuestionario, y siguiendo la línea de la dialéctica soledad-comunión, que con la Revolución mexicana “todos hemos vuelto a la soledad y el diálogo está roto, como están rotos y quebrados todos los hombres” (4). Más adelante, al relacionar los caminos de la poesía mexicana (criticada por su ¨tono menor” y contenido) con los vaivenes históricos, esboza la valoración de la fiesta que en El laberinto… se desplegará como uno de sus temas centrales.

1.2 Poesía, revelación e historia

En la tercera sección, Brading se basa en Los hijos del limo (segunda de las tres obras mayores dedicadas por Paz a la poesía, las otras dos son El arco y la lira, de 1956, y La otra voz, de 1990), para explicar la distancia existente entre la obra poética de Paz (recogida en Libertad bajo palabra, 1949) y sus reflexiones en prosa, ambas influidas por el surrealismo, con el que entró en contacto en los años 40. En ese libro tan posterior, un conjunto de conferencias dictadas en Harvard, Paz traza los antecedentes de su trabajo poético y, simultánemente, expone las premisas culturales de su filosofía de la historia. Su principal referente es la modernidad, que sus mentores románticos rechazaron en nombre de la imaginación poética, sustituto estético de “la revelación y la conciencia cristianas”. Brading señala que “Paz pasó por alto que el romanticismo fue profundamente historicista en lo que concierne al saber humano y a la sociedad” (p. 33) en su afán por entender al poema como “una creación que trasciende lo histórico” o como materialización de un ¨tiempo arquetípico” (p. 33). Por ello, cuando Paz reflexionó sobre la historia de México, se inspiró en los primeros románticos y en la tradición modernista, incorporando sus apreciaciones de orden estético y moral.

En este punto Brading se pregunta sobre las razones que llevaron a Paz a escribir El laberinto de la soledad. Definido por él “como un ejercicio de la imaginación crítica”,(5) no buscaba, como otros lo habían hecho y lo seguirían haciendo, “ninguna inmemorial esencia mexicana”, sino lo que se escondía detrás de las máscaras, reales y simbólicas, que portan todos los mexicanos. Paz, inspirado por los románticos alemantes y por Ortega y Gasset, se asumió como profeta, al hurgar en los símbolos de la historia de su país para, como bien describe Brading, mapear el viaje espiritual del colectivo “nosotros” (pp. 37-38). Esto afirma la existencia de una dicotomía radical entre su labor poética, gestada a partir de su raigambre simbolista y surrealista, y su conciencia de profeta romántico, pues “se apropió de los textos fragmentarios del pasado mexicano y trató de definir los grandes momentos históricos en que la nación mexicana se convirtió en entidad colectiva, consciente, capaz de autodeterminación” (p. 38). Brading agrega que Paz, quien creció en el seno de un liberalismo muy arraigado, escribió “al asumir su manto profético, […] como un liberal desencantado que volvía al primer romanticismo para articular una visión de México, de su gente y de su historia, tan sólo para negarse a ofrecerles a sus compatriotas un momento ideal en el pasado, toda vez que su propósito era invitarlos a confrontar y a adueñarse de una modernidad que les permitiera convertirse en contemporáneos de todos los hombres, sin importar las limitaciones del pasado” (p. 39).

2. el laberinto de una dialéctica apasionada: soledad y comunión

2.1 Historia, soledad y comunión

Inconforme y desafiado por Samuel Ramos, quien afirmaba que los mexicanos padecían un “complejo de inferioridad”, Paz entra con El laberinto… al debate sobre el “ser nacional”. Su punto de partida es la soledad, real y cultural, que experimentó su autor en Estados Unidos. Luego de evocarla como condicion universal de la humanidad, interpela a la minoría de mexicanos que poseen la conciencia de serlo y los invita a reflexionar con él sobre ese asunto. No hay que olvidar que el libro tiene como epígrafe una cita del Juan de Mairena, heterónimo de Antonio Machado, referido a la otredad:  

Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana, Identidad=realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en “La esencial heterogeneidad del ser”, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno (6).

Esta cita adquiere particular relevancia si se considera la referencia cultural que preside el primer capítulo: el contraste con Estados Unidos, abordado desde la experiencia de los pachucos chicanos, algo que Paz no dejará nunca de hacer, aunque considerando otras muchas perspectivas. A diferencia de los estadounidenses, optimistas y llenos de ilusiones, los mexicanos “están clavados en el Jesús de la cruz ensangrentada y tienen un culto a la muerte” (p. 43). La interminable lista de diferencias y antítesis entre México y Estados Unidos se resume diciendo que el primero sigue siendo presa de su pasado católico e indígena, aunque ambos comparten el peso de la naturaleza humana.

Aquí es donde aflora, una vez más, la oposición soledad-comunión, pues al referirse a que todas las culturas parten de la convicción de que el orden universal ha sido violentado, Paz sugiere que el “pecado”, como negación del pecado original, sólo puede ser resultado de la soledad: “Es posible que lo que llamamos pecado no sea sino la expresión mítica de la conciencia de nosotros mismos, de nuestra soledad” (7). En plena guerra civil española, Paz dice que tuvo “la revelación de ‘otro hombre’ y de otra clase de soledad: ni cerrada ni maquinal, sino abierta a la trascendencia”, porque, agregaba: “Sin duda la cercanía de la muerte y la fraternidad de las armas, producen, en todos los tiempos y en todos los países, una atmósfera propicia a lo extraordinario, a todo aquello que sobrepasa la condición humana y rompe el círculo de soledad que rodea a cada hombre” (8). Se trataba, entonces, de una puerta abierta para recuperar la comunión, ése viejo sueño religioso ancestral, vehículo de una antigua Esperanza, como escribe, con mayúscula el propio paz: la de que “en cada hombre late la posibilidad de ser, o más exactamente, de volver a ser, otro hombre”.

En los capítulos II-IV de El laberinto… Paz ejemplifica “su definición del modo en que los mexicanos difieren del hombre moderno” (p. 45), refiriéndose básicamente al disimulo y al ninguneo. Al abordar el tema de la fiesta, siguiendo muy de cerca las ideas de Roger Caillois (El mito y el hombre), muestra cómo los mexicanos participan de la relajación y la comunión, al caer las máscaras cotidianas y abandonar la soledad:

La sociedad comulga consigo misma en la Fiesta. Todos sus miembros vuelven a la confusión y libertad originales. La estructura social se deshace y se crean nuevas formas de relación, reglas inesperadas, jerarquías caprichosas. En el desorden general, cada quien se abandona y atraviesa por situaciones y lugares que habitualmente le estaban vedados. Las fronteras entre espectadores y actores, entre oficiantes y asistentes, se borran. Todos forman parte de la Fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado, la Fiesta es participación (9).

El lenguaje religioso es inevitable. A la obvia asociación de estas observaciones con la idea del carnaval, hay que agregar que se sitúan dentro de la típica crítica romántica a la modernidad. El culto a la muerte, otra herencia prehispánica, remite, a su vez, al sacrificio, impersonal, donde de nueva cuenta se aprecia el predominio de la comunidad sobre lo individual. Asimismo, la pérdida de la madre es la gran tragedia de los mexicanos, puesto que, a partir de la Conquista, esto es, de la traición de sus dioses, el único refugio lo constituyeron la imagen sangrante de Jesucristo (asociado a la figura de Cuauhtémoc), y luego, la Virgen de Guadalupe, nueva madre de todos. Sobre el primero, afirma: “El mexicano venera al Cristo sangrante y humillado, golpeado por los soldados, condenado por los jueces, porque ve en él la imagen transfigurada de su propio destino” (10). Brading anota que en la segunda edición del libro Paz incorporó un párrafo amplio sobre la Virgen de Guadalupe, lo cual podría entenderse, agregamos aquí, como un complemento de lo que denomina Paz “la triada” y como la parte luminosa cuyo reverso oscuro está representado por la Chingada, la oscura madre indígena violada por el conquistador español, verdadera presencia incómoda en el insconciente colectivo de los mexicanos. 

2.2 Reforma, Revolución y orfandad

Llama la atención la manera en que los mexicanos se libraron de la madre, según Paz. Mediante una interpretación que asimila el psicoanálisis a la dinámica histórica y se proyecta hasta el presente, afirma: “La Reforma [liberal] es la gran Ruptura con la madre. Esta separación era un acto fatal y necesario, porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la familia y el pasado […] De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante de nuestras tentativas políticas y de nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como cada uno de sus hijos” (11). Otra vez la soledad… En esa línea argumental, los capítulos V-VII de El laberinto… son una apasionada revisión de la turbulenta historia de México cuyo propósito está anunciado en las últimas palabras del capítulo IV: “La historia, que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestros conflictos, sí nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles han sido nuestras tentativas para trascender la soledad” (12).

Con el pasado indígena como preludio nostálgico, Paz le dedica tres capítulos al análisis histórico cuyo propósito es “convertir su interpretación en un contraste esencialmente dual entre tradición y modernidad, entre la Nueva España católica y el México liberal” (p. 52), siendo así las dos primeras etapas a las que seguiría la Revolución, que, como ellas, se petrificaría también. La institución que dio coherencia al mundo colonial, según esto, fue la Iglesia Católica, que incorporó a la Nueva España al orden de entonces y al mismo tiempo rescató a los indígenas de la orfandad en que los dejó la Conquista violenta, promoviendo una religiosidad eminentemente sincrética. En Sor Juana Inés de la Cruz, según Paz, hizo crisis la tensión entre religión y razón, pues ella “sufrió una doble soledad tanto como mujer y como monja” (p. 53). Con la Independencia, no se avanzó gran cosa, pues en contraste con Estados Unidos, avanzada de una burguesía en ascenso, las oligarquías de siempre siguieron gobernando al país.

La verdadera ruptura sucedió con la Reforma liberal, enemiga del catolicismo, aunque, como aquél, “era una filosofía universal y, al igual que su predecesor, se impuso por la violencia y por una minoría que trajo ideas de afuera” (p. 56), prácticamente inaplicables en toda su extensión. Los indígenas, una vez más, quedaron de nuevo en la orfandad y se volvieron a refugiar en la Iglesia. La idea de Paz sobre la Reforma es paradójica: “con ella nace la nación mexicana, pero al nacer pierde a su madre y es expulsada al frío mundo de la modernidad, privada del amor y de la comunión, condenada a la soledad y gobernada por la ciencia y el poder desnudo” (p. 57). El liberalismo triunfante era incapaz para consolar y además, deja de lado aspectos elementales de lo humano: los mitos, la comunión, el festín, el sueño, el erotismo. Vale la pena citar directamente a Paz:

El sentido de este necesario matricidio no escapaba a la penetración de los mejores. Ignacio Ramírez, quizá la figura más saliente de ese grupo de hombres extraordinarios, termina así uno de sus poemas:  

Madre naturaleza, ya no hay flores

por do mi paso vacilante avanza;

nací sin esperanzas ni temores;

vuelvo a ti sin temores ni esperanza.

Muerto Dios, eje de la sociedad colonial, la naturaleza vuelve a ser una Madre. Como más tarde el marxismo de Diego Rivera, el ateísmo de Ramírez se resuelve en una afirmación materialista, no exenta de religiosidad. Una auténtica concepción científica o simplemente racional de la materia no puede ver en ésta, ni en la naturaleza, una Madre[…]

[…] destruida la teocracia indígena, muertos o exiliados los dioses, sin tierra en que apoyarse ni trasmundo al que emigrar, el indio ve en la religión cristiana una Madre. Como todas las madres, es entraña, reposo, regreso a los orígenes; y, asimismo, boca que devora, señora que mutila y castiga: madre terrible (13).

En este sentido, relacionado con la irreligiosidad del liberalismo, Brading señala atinadamente una enorme omisión en la argumentación paciana: no se ocupa de la figura del único presidente indígena: Benito Juárez. Con la dictadura de Porfirio Díaz, hubo un regreso al pasado colonial, pero ahora bajo el dominio del positivismo. Asimismo, el catolicismo perdió su fertilidad y el liberalismo su capacidad de generar instituciones, pero a pesar de eso, afirma Paz, la historia de México muestra a un pueblo “que aspira a la comunión” (14). La Revolución, prodigio de espontaneidad, vendría a revelar el ser de los mexicanos. Los campesinos rompieron con la Reforma e invocaron el regreso al pasado indígena pero el país cayó en manos de Carranza, “el primero de los Césares revolucionarios” (15) y pionero del culto a la personalidad y la idolatría política. La Constitución de 1917 no fue más que un arreglo que conservó la división ficticia entre poderes y el federalismo nunca puesto en práctica.

La Revolución fue, para Paz, otra manifestación, revelatoria, del “movimiento dialéctico de la soledad hacia la comunión” (p. 62):  

La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano (16).

En el capítulo “La ‘inteligencia’ mexicana”, al revisar el papel de los intelectuales en la época posrevolucionaria, y de cara a otra reafirmación de la importancia de la Revolución, nuevamente, la dualidad soledad-comunión acicateó su pensamiento:

Soledad y Comunión, Mexicanidad y Universalidad, siguen siendo los extremos que devoran al mexicano. Los términos de este conflicto habitan no sólo nuestra intimidad y coloran con un matiz especial, alternativamente sombrío y brillante, nuestra conducta privada y nuestras relaciones con los demás, sino que yacen en el fondo de todas nuestras tentativas políticas, artísticas y sociales. La vida del mexicano es un continuo desgarrarse entre ambos extremos, cuando no es un inestable y penoso equilibrio (17).  

Paz, según Brading, llegó “a una conclusión hegeliana”, pues echa de menos la función unificadora de la religión en la época colonial y ve la historia de México como “una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese” (18). Como se ve, “no contento con con negar el valor de la doctrina nacionalista, Paz cambió los terrenos de su argumentación para abrazar la soledad universal” (pp. 68-69). Muerta la Revolución, con su exaltante sentido de comunión, los mexicanos volvieron a la orfandad, desprovistos de la herencia del pasado. Paz concluía el libro “invitando a sus compatriotas a que asumieran su carga, la soledad, que no era otra cosa que el destino común impuesto por la modernidad a la civilización occidental y su multipoblada humanidad” (p. 70).

2.3 Modernidad, poesía y amor

El último capítulo de El laberinto… (“Dialéctica de la soledad”), apéndice en la segunda edición, es una descripción de las vías posibles para recuperar la comunión, en abierta lucha contra la modernidad: el amor y la poesía, muy en la línea del surrealismo. El final del penúltimo capítulo contrasta con el de este, pues en aquél se anuncia que los mexicanos, por fin, son contemporáneos de todos los hombres, es decir, están unidos “en la desolación común de la modernidad”¨(p. 73). Ahora, Paz concluye diciendo que tal vez el remedio consista en volver a soñar con los ojos cerrados para evitar las pesadillas del hombre moderno. Brading completa su análisis diciendo que “aunque más que un profeta de la naturaleza, Paz lo fue del amor y la poesía, pero aun así tuvo la aspiración de instruir a sus compatriotas, tratando de rescatarlos de la desesperación de la soledad por medio del amor y la poesía, e implícitamente por medio de la religión —para aquellos que no pudieran aceptar el nihilismo de Nietzsche—” (p. 73). Pero, como acota Brading, “traer de regreso a los fantasmas supone correr el riesgo de que se apoderen de nosotros”. Paz logró describir brillantemente la fiesta, la violencia y la revolución, aunque sus argumentos sobre la soledad “aparecen pálidos y abstractos” (p. 74).

3. el sacrificio, fundamento de la vida social y política de México

3.1 Historia, pirámide y sacrificio

La séptima sección del libro de Brading se ocupa del capítulo “Nuestros días”, insertado en la segunda edición de El laberinto… antes del apéndice, y de Posdata. Sobre el primero, una actualización de la situación política del momento, señala que Paz no lo escribió con toda la fuerza de su imaginación y es apenas un ejercicio “contaminado” de política y sociología. El segundo, descrito por Paz como continuación de El laberinto…, aunque ahora dedicado a interpretar lo sucedido en 1968, critica ásperamente los regímenes posrevolucionarios dominados por la burocracia priísta. En la tercera parte, “Crítica de la pirámide”, luego de subrayar la existencia de otro México, soterrado y arrinconado en el inconsciente colectivo, pero nunca desaparecido del todo, afirma que el 2 de octubre es una doble realidad: un hecho histórico y una representación simbólica “de nuestra historia subterránea o invisible” (19).

Con esas palabras arranca una indagación apasionada que ve, desde la geografía y la historia de México, la pirámide prehispánica que llegó hasta el siglo XX con la misma exigencia mítico-religiosa: el sacrificio cíclico ante los altares de dioses moribundos:  

La geografía de México tiende a la forma piramidal como si existiese una relación secreta pero evidente entre el espacio natural y la geometrías simbólica y entre ésta y lo que he llamado nuestra historia invisible. Arquetipo arcaico del mundo, metáfora geométrica del cosmos, la pirámide mesoamericana culmina en un espacio magnético: la plataforma-santuario […]

La pirámide es una imagen del mundo; a su vez, esa imagen del mundo es una proyección de la sociedad humana […]

La pirámide asegura la continuidad del tiempo (el humano y el cósmico) por el sacrificio: es un espacio generador de vida […]

El juego de los dioses es un juego sangriento que culmina en un sacrificio que es la creación del mundo. La destrucción creadora de los dioses es el modelo de los ritos, las ceremonias y las fiestas de los hombres: sacrificio es igual […]

La pirámide, tiempo petrificado, lugar del sacrificio divino, es también la imagen del Estado azteca y de su misión: asegurar la continuidad del culto solar, por el sacrificio de los prisioneros de guerra […]

Lo que no se ha dicho es que los mexicanos, en su inmensa mayoría, han hecho suyo el punto de vista azteca y así han fortificado, sin saberlo, el mito que encarna la pirámide y su piedra de sacrificios […] (20)  

Desde Cortés se estableció una continuidad entre el sanguinario Estado azteca, la Colonia y el nuevo país independiente (empezando por el nombre de la ciudad que se aplicó al país), la cual se extendería hasta el régimen autoritario priísta. El “hilo invisible de continuidad” es, queda claro, la dominación despótica basada en la identificación entre el mundo de la política y el de la religión. La lectura religioso-política de los mitos aztecas le sirve a Paz para criticar sin piedad la actualidad mexicana, equiparando primero, al gobierno colonial, y luego, al Estado mexicano, con la barbarie sacrificial de los gobernantes del Anáhuac:  

Si desde el siglo XIV hay una secreta continuidad política, ¿cómo extrañarse de que el fundamento inconsciente de esa continuidad sea el arquetipo religioso-político de los antiguos mexicanos: la pirámide, sus implacables jerarquías y, en lo alto, el jerarca y la plataforma del sacrificio? Al hablar del fundamento inconsciente de nuestra idea de la historia y de la política, no pienso nada más en los gobernantes sino en los gobernados. Es evidente que los virreyes españoles eran ajenos a la mitología de los mexicanos pero no lo eran sus súbditos, fuesen indios, mestizos o aun criollos; todos ellos, espontánea y naturalmente, veían en el Estado español la continuación del poder azteca […]

Herederos de México-Tenochtitlan, los españoles se encargaron de transmitir el arquetipo azteca del poder político: el tlatoani y la pirámide. Transmisión involuntaria y, por eso mismo, incontrovertible: transmisión inconsciente, al abrigo de toda crítica y examen racional. En el curso de nuestra historia el arquetipo azteca a veces se opone y separa y otras se funde y confunde con el arquetipo hispano-árabe: el caudillo […]

Nuestra historia está llena de tlatoanis y caudillos: Juárez y Santa Anna, Carranza y Villa (21).  

Ni siquiera los estudiosos o intelectuales se salvaban del juicio histórico-político dirigido a todos los niveles de la sociedad mexica: 

Nuestros críticos de arte se extasían ante la estatua de la Coatlicue, enorme bloque de teología petrificada. ¿La han visto? Pedantería y heroísmo, puritanismo sexual y ferocidad, cálculo y delirio: un pueblo de soldados y sacerdotes, astrólogos y sacrificadores […] Y en todas las manifestaciones de esa nación extraordinaria y terrible, de los mitos astronómicos a las metáforas de los poetas y de los ritos diarios a las meditaciones de los sacerdotes, la obsesión, el olor, el tufo de la sangre […]

¿Por cuál aberración religiosa y social una ciudad de la hermosura de México-Tenochtitlan fue el teatro de agua, piedra y cielo de un alucinante ballet fúnebre? ¿Y por cuál ofuscación del espíritu nadie entre nosotros —no pienso en los nacionalistas trasnochados sino en los sabios, los historiadores, los artistas y los poetas— quiere ver y admitir que el mundo azteca es una de las aberraciones de la historia? (22)  

3.2 Sacrificio, historia e inconsciente colectivo

Esta forma de interpretar la historia mexicana, a partir de la cruel herencia prehispánica, rompe con las oposiciones que Paz había desarrollado previamente (tradición-modernidad, catolicismo-liberalismo) y subraya la continuidad del sacrificio social, independientemente de quién gobernase. Sin incurrir en la lectura esotérica de lo sucedido el 2 de octubre de 1968 (del tipo de Regina), Paz vislumbra, incluso geográficamente, lo sucedido, mediante una clave hermenéutica que no se contenta con advertir el contexto sociopolítico del momento. Considerándolo, ciertamente, pero rebasando sus premisas, va más allá al evocar “la imagen de un inconsciente colectivo aún acosado por creencias y comportamientos prehispánicos tan poderosos que eran capaces de influir aun en los actos del gobierno” (p. 86).

Tlatelolco representa la síntesis de un pasado oculto y la revelación de la barbarie actualizada por un régimen sordo, autárquico y antidemocrático: “Tlatelolco es la contrapartida, en términos de sangre y de sacrificio, de la petrificación del pri. Ambos son proyecciones del mismo arquetipo, aunque con distintas funciones dentro de la dialéctica implacable de la pirámide […] El régimen se ve, transfigurado, en el mundo azteca” (23). Resulta inevitable citar el poema de Paz referido al mismo asunto:  

INTERMITENCIAS DEL OESTE (3)

(MÉXICO: OLIMPIADA DE 1968)

A Dore y Adja Yunkers

 

La limpidez

                  (quizá valga la pena

escribirlo sobre la limpieza

de esta hoja)

                  no es límpida:

es una rabia

                  (amarilla y negra

acumulación de bilis en español)

extendida sobre la página.

¿Por qué?

               La vergüenza es ira

vuelta contra uno mismo:

                  si

una nación entera se avergüenza

es león que se agazapa

para saltar.

                  (Los empleados

municipales lavan la sangre

en la Plaza de los Sacrificios.)

Mira ahora,

                  manchada

antes de haber dicho algo

que valga la pena,

                  la limpidez (24).

 

La nota que explica las circunstancias que rodearon la redacción de este poema habla por sí sola: “El Comité Organizador del Programa Cultural de la Olimpiada en México me invitó a escribir un poema que celebrase el ‘espíritu olímpico’. Decliné la invitación pero el giro de los acontecimientos me llevó a escribir este pequeño poema, en conmemoración de la matanza de Tlatelolco” (25).  

4. la Virgen de Guadalupe: una relectura intrahistórica

4.1 Mito, religión y “nacionalismo” en la Nueva España

Luego de esta amarga visión panorámica de la historia de México, hace falta ver cómo entendió Paz el gran mito mexicano de la Virgen de Guadalupe. Brading se ocupa de eso en la penúltima sección de su libro al señalar, de entrada, que el “otro México” verdadero en realidad está constituido por el catolicismo contemporáneo, el mismo que fue arrinconado por la Reforma y la Revolución. Incluso comenta que Paz, además de su herencia liberal, añadió a su interpretación histórica la idea de que la Revolución redefinió a la nación pero con base en “la expatriación ideológica de los católicos convencidos, a cuyos dirigentes eclesiásticos se les negó el derecho de expresarse sobre asuntos de índole pública” (pp. 88-89). Así, el prólogo al libro de Jacques Lafaye (“Entre orfandad y legitimidad”) le sirve a Brading para examinar la forma en que Paz “mantuvo su interpretación liberal de la historia mexicana y a la vez dio cabida libremente a otro tipo de persistencia cultural” (p. 89). Esta fue una oportunidad para que Paz meditara nuevamente sobre ese “subsuelo histórico” de México que es el periodo de la Nueva España.

Paz abre su ensayo subrayando la superioridad de la imaginación en la búsqueda de “las ciones ocultas entre las cosas” (26) y elogiando a Lafaye por concentrarse en la investigación de las creencias y por su habilidad para desentrañar el desarrollo de dos mitos tan valiosos como Quetzalcóatl y la Virgen de Guadalupe. La Nueva España, vista por la historia oficial como un paréntesis entre el mundo prehispánico y la Colonia, es una realidad en cuyo seno se incubó buena parte de lo que vendría a ser México, aunque éste se levantó a contracorriente de lo sucedido anteriormente. La élite criolla impuso su visión histórica mediante una serie de interpretaciones donde lo religioso jugó un papel fundamental, aunque “el enraizamiento que busca el criollo por la mediación del sincretismo religioso e histórico, lo realiza existencial y concretamente el mestizo” (27). Los criollos descubren o se inventan, en el siglo XVIII, una patria. Para ello toman e idealizan elementos precolombinos, en una actitud de profunda ambigüedad, pues no pudieron esconder su temor y odio hacia los indios de carne y hueso, contemporáneos suyos.

En este esquema, el mito de Quetzalcóatl no fue muy popular pues era más un tema de interpretación histórica y teológica que un misterio religioso y por ello apasionó a historiadores, juristas e ideólogos. Quetzalcóatl es el representante de la “legitimidad” política, de orden religioso, anterior a la Conquista. Los aztecas pretendían ser sus herederos para justificar la dominación de las otras naciones indias. La huída de Quetzalcóatl abrió un gran paréntesis que terminó, según la conciencia mexica, con la venida de los españoles. Sobre esto, Paz es muy enfático: “Los historiadores que minimizan este episodio no perciben su verdadero significado: la llegada de los españoles puso al descubierto la falsedad de las pretensiones de los aztecas. Aun antes de que se desmoronase la resistencia de México-Tenochtitlan se había desmoronado el fundamento religioso de su hegemonía” (28). Además, encuentra en dicha mitología la razón de ser del caudillismo autoritario y mesiánico, tan presente y vivo en la historia de México.

Los criollos, como antes los aztecas, y como lo harían después los mestizos, repetirían sin cesar la operación de legitimación religiosa, aunque de muchas maneras. La continuidad histórica se manifiesta en la intensa búsqueda de legitimidad mítica que ha agobiado a los diferentes regímenes, con sus héroes cívicos que los representan. Se trata de un “principio de sonsagración”. En el siglo XX, la dictadura que encarnó el PRI durante todo el siglo XX, apeló persistentemente, aunque cada vez con menos fuerza, a la Revolución, el mito predominante e, incluso después de su derrota electoral en el 2000, lo sigue haciendo. Como se ve, las ansias legitimadoras ancestrales de los usurpadores no amainan ni un ápice.

Por otra parte, una religiosa-poeta, Sor Juana Inés de la Cruz, cifró en su persona la cerrazón que la Nueva España deparó a sus mejores espíritus. Su silencio constituyó la contradicción novohispana (entre criollos y mestizos): la imposibilidad de ser una sociedad moderna a causa de la ausencia de “una edad crítica”, algo que caracterizó al resto de los países occidentales. Así, Paz niega el énfasis de continuidad entre la Nueva España y México.  

4.2 Tonantzin-Guadalupe: constelación de signos

Juanto a la obsesión por la legitimidad, señala Paz, se encuentra el sentimiento de orfandad, expresiones de una misma situación histórica y psíquica. La respuesta a dicho sentimiento, fue la Tonantzin-Guadalupe, “una verdadera aparición, en el sentido numinoso de la palabra; una constelación de signos venidos de todos los cielos y todas las mitologías, del Apocalipsis a los códices precolombinos y del catolicismo mediterráneo al mundo ibérico precristiano” (29). El más puro producto de la mentalidad criolla que supo amalgamar, para consumo de todos los estratos raciales y culturales, los elementos prehispánicos e hispanoárabes. Así, la Virgen es la gran madre que necesitaban todos, indígenas, criollos y mestizos, imaginándola y experimentándola a su modo y según sus intereses.

Para los indígenas, es “Madre de dioses y de hombres, de astros y hormigas, del maíz y del maguey, Tonantzin/Guadalupe fue la respuesta de la imaginación a la situación de orfandad en que dejó a los indios la conquista. Exterminados sus sacerdotes y destruidos sus ídolos, cortados sus lazos con el pasado y con el mundo sobrenatural, los indios se refugiaron en las faldas de Tonantzin/Guadalupe: faldas de madre-montaña, faldas de madre-agua” (30). Los criollos, a su vez, “buscaron en las entrañas de Tonantzin/Guadalupe a su verdadera madre. Una madre natural y sobrenatural, hecha de tierra americana y teología europea. Para los criollos la Virgen morena representó la posibilidad de enraizar en la tierra de Anáhuac. Fue matriz y también tumba: enraizar es enterrarse  […] sembrarse en la Virgen tal vez signifique lograr la naturalización americana” (31). Para los mestizos, “la experiencia de la orfandad fue y es más total y dramática. La cuestión del origen es para el mestizo la central, la cuestión de vida y muerte. En la imaginación de los mestizos, Tonantzin/Guadalupe tiene una réplica infernal: la Chingada. La madre violada, abierta al mundo exterior, desgarrada por la conquista; la Madre Virgen, cerrada, invulnerable y que encierra en sus entrañas a un hijo. Entre la Chingada y Tonantzin/Guadalupe oscila la vida secreta del mestizo” (32).

Esta visión proteica, aunada a la labor de sustitución sincrética, basada en la búsqueda y el encuentro de elementos comunes entre religiones y prácticas sociales, le permitió a la nueva religiosidad funcionar como un asidero ante la anomia que se apropió de las mentalidades indígenas. La perdurabilidad del culto a la Virgen, señalada por Paz, echa abajo su argumentación previa acerca de que la invención de “México” había hecho desaparecer a la Nueva España, puesto que el culto a esta Virgen seguía ocupando un lugar primordial en la vida del país, lo cual obedece. Según Brading, cuando Paz evoca el “otro México”, en Posdata,

ese país y esa gente existían en efecto y ciertamente que ese país y esa gente habían sido excluidos de la esfera y la cultura de la élite política y literaria, fuera ésta liberal, socialista o nacionalista. Pero no era un México inconsciente, acosado por los espectros de un pasado antiguo. En su lugar, era la viva realidad diaria del México católico, un país y una cultura que seguían habitando casi todos los mexicanos cuando eran niños pero que algunos abandonaron en la adolescencia. Y si en 1964 el Estado mexicano construyó un Museo Nacional de Antropología, diez años después una basílica enorme fue construida en el Tepeyac (pp. 97-98).

En otras palabras, según esto, lo único que hizo Paz fue rendirse ante la evidencia de un catolicismo sincrético invencible e irreductible por un Estado secular (liberal). Después de todo, como escribió el propio Paz, “el pueblo mexicano, después de dos siglos de experimentos y fracasos, no cree ya sino en la Virgen de Guadalupe y en la Lotería Nacional” (33).

El libro se cierra con un reconocimiento a la forma en que el poeta Paz se acercó a la historia de su país, muy en la tradición de El Cid, Shakespeare, Ercilla, Shakespeare, los románticos alemanes y Carlyle. En ese sentido, Brading define El laberinto de la soledad como “una desencantada versión mexicana de los Discursos sobre la nación alemana, de Fichte” (p. 100) y señala que existe una ruptura entre sus reflexiones históricas abstractas, propias de un liberal desencantado, y la exuberante imaginería de su prosa, que por momentos alcanza la intensidad de la poesía.  

5. las resonancias teológicas

Como se ve por la lectura de este libro, Paz no desdeñó el uso de categorías religiosas, e incluso teológicas, en sus análisis de la historia de México. Los textos elegidos por Brading manifiestan muy bien la forma en que se entretejieron dichas categorías que Paz, como liberal desencantado, articuló, utilizando elementos aparentemente difíciles de relacionarse entre sí. De ese modo, su concepto de la poesía, ligada a la idea romántica de revelación irreligiosa, la aplicó al análisis histórico y psicológico del “ser nacional”. Su interés por la comunión, que según él aparece en determinadas etapas históricas y por el sacrificio, visto como un componente sociopolítico de origen ritual, le hizo anticipar algunos matices que posteriormente aparecerían en los estudios propiamente religiosos o teológicos.

Así, por ejemplo, enfatizó el valor de la religiosidad popular, la realidad del sincretismo, y habló de lo que ahora se conoce como inculturación al referirse a los empeños criollos por “autoctonizar” el catolicismo novohispano. Al insistir en la otredad en el contexto de la dialéctica soledad-comunión, se adelantó a algunas ideas relacionadas con el diálogo interreligioso. Finalmente, al desarrollar sociopolíticamente el tema del sacrificio, y a contracorriente de las tendencias antropológicas que valoraban más positivamente el pasado prehispánico de México, analizó sin piedad su componente mítico-religioso como fundamento del sistema mexicano y planteó críticamente lo que posteriormente trabajarían René Girard (su libro, La violencia y lo sagrado, apareció en 1972) y las teologías de liberación.

No abundan las lecturas religiosas o teológicas de la obra de Paz. Algunos de sus exegetas, aun cuando aluden a sus aspectos religiosos, en general pasan de largo a la hora de profundizar en las posibilidades argumentativas de este tipo de análisis. En su poesía advierten la continuidad o filiación con ciertos autores al referirse a la religión, como en el caso de Quevedo o Luis Cernuda, o incluso su feroz rechazo a la religión institucionalizada dada su adscripción al credo surrealista. Y no les falta razón. En los ensayos, y particularmente en El laberinto…, señalan las influencias, contradicciones o inconsistencias al manejar, entre otras cosas, temas filosóficos. Pero con ello dejan de lado los motivos, el tratamiento, e incluso el vocabulario que en ocasiones deja entrever sus preocupaciones por revisar, de manera heterodoxa y provocativa, el asunto religioso, con lo cual abre nuevas perspectivas para la lectura de sus poemas y ensayos. 

Notas

(1) O. Paz, Vuelta, en Obra poética (1935-1988). México, Seix Barral, 1991, p. 637.

(2) La mayoría de las ponencias y conferencias presentadas en dicho coloquio, con excepción de la de Brading, entre otras, fue publicada en el Anuario de la Fundación Octavio Paz, núm. 3, 2001.

(3) David A. Brading, Octavio Paz y la poética de la historia mexicana. Trad. de Antonio Saborit. México, FCE, 2002 (Sección de obras de Historia), 103 pp.

(4) O. Paz, “Respuesta a una encuesta de Letras de México”, en Primeras letras (1931-1943). México, Vuelta, 1988, p. 260.

(5) O. Paz, Posdata. México, Siglo XXI, 1970, p. 10.

(6) O. Paz, El laberinto de la soledad. Ed. de Enrico Mario Santí. Madrid, Cátedra, 1993 (Letras Hispánicas, 346), p. 141.

(7) Ibid, p. 162.

(8) Ibid, pp. 162-163.

(9) Ibid, pp. 187-188.

(10) Ibid, p. 221.

(11) Ibid, p. 226. Énfasis agregado.

(12) Ibid, p. 227.

(13) Ibid, pp. 270, 271.

(14) Ibid, p. 278.

(15) Ibid, p. 290.

(16) Ibid, p. 294.

(17) Ibid, p. 311.

(18) Ibid, pp. 311-312.

(19) O. Paz, Posdata, p. 114.

(20) Ibid, pp. 117-118, 121, 125.

(21) Ibid, pp. 132, 143-144, 145.

(22) Ibid, p. 132, 133.

(23) Ibid, pp. 149, 154.

(24) O. Paz, Obra poética (1935-1988), p. 429.

(25) Ibid, p. 790.

(26) O. Paz, “Entre orfandad y legitimidad”, en J. Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México. México, FCE, 1977, p. 11.

(27) Ibid, p. 19.

(28) Ibid, p. 24.

(29) Ibid, p. 22.

(30) Idem.

(31) Ibid, p. 23.

(32) Idem.

(33) Ibid, p. 13.