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·      Series de sueños: la teología ludo-erótico-poética de Rubem Alves, de L. Cervantes-Ortiz Centro Basilea de Investigación y Apoyo-Consejo Latinoamericano de Iglesias-Universidad Bíblica Latinoamericana-Centro Luterano de Formación Teológica, 2003 

Con una amabilidad poco frecuente, Rubem Alves encontró un espacio en sus múltiples tareas para escribir el prólogo de este libro, del cual presentamos un fragmento. Se lo agradecemos profundamente.

·      LA BELLEZA DE LOS PÁJAROS AL VOLAR (Fragmento)

     Rubem Alves

S

egún una antigua tradición samurai, cuando un guerrero recibía la orden de cometer el suicidio ritual llamado sepuku, antes del gesto final debía escribir un haikú. Los haikús son poemas mínimos en los cuales la condensación poética es llevada a su máxima expresión. La muerte exige brevedad de palabras porque el tiempo es corto. Y, siendo corto el tiempo, las palabras deben decir lo esencial. Estoy completando 70 años. El tiempo es corto. Es preciso aprender a escribir haikús. Es preciso decir lo esencial.

Creo que Jorge Luis Borges tenía 67 años cuando escribió lo siguiente: “Un hombre se propone la tarea de esbozar un mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, reinos, montañas, bahías, naves, islas, peces, habitaciones, instrumentos, astros, caballos y personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su rostro”. Hago mías estas palabras. Yo hablo de niños, juegos, árboles, viejos, amantes, cuadros, escuelas, crepúsculos, sonatas, ríos, bosques, hijos, túmulos… Pero no se dejen engañar. Esas entidades, todas ellas, trazan las líneas de mi rostro. Todo lo que escribo es siempre una meditación sobre mí mismo.

La literatura es un proceso de transformaciones alquímicas. El escritor transforma —o si prefieren una palabra en desuso, utilizada por los teólogos antiguos, “el escritor transubstancia”— su carne y su sangre en palabras y dice a sus lectores: “¡Lean! ¡Coman! ¡Beban! ¡Esto es mi carne, esto es mi sangre!”. La experiencia literaria es un ritual antropofágico. Antropofagia no es gastronomía. Es magia. Se come el cuerpo de un muerto para apropiarse de sus virtudes. ¿No es ése el propósito de la Eucaristía, el ritual antropofágico supremo? Se come y se bebe la carne y la sangre de Cristo para hacerse semejante a él. Yo mismo soy lo que soy por los escritores que devoré… Y si escribo es con la esperanza de ser devorado por mis lectores.

Fue largo el itinerario que seguí. Mi infancia fue feliz. Viví años de pobreza en una casa de madera fogón de leña, noches iluminadas por la luz de las velas y las estrellas, con mi madre trayendo agua del pozo en un cubo y mi padre trabajando con el azadón y el hacha. Pero no guardo recuerdos tristes de aquellos años. Los niños son felices con poca cosa. No era necesario decir los nombres de los dioses y ni siquiera los sabía. Lo sagrado aparecía, sin nombre, en la hierba, en los pájaros, los riachuelos, la lluvia, los árboles, las nubes, los animales. ¡Todo eso me daba alegría! Como en el Paraíso… En el Paraíso no había templos. Dios andaba por el Jardín, extasiado, diciendo: “¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso!”. La belleza es el rostro visible de Dios. De niño, el mundo me parecía divino y sin dioses… Tal vez por eso Jesús dijo que era necesario que nos volviésemos niños de nuevo, para ver el Paraíso repartido en la tierra.

Quien primero me habló de Dios fue mi madre. Me enseñó a orar, al ir a la cama: “Ahora voy a dormir. Guárdame, oh Dios, en tu amor. Si muero sin despertar, recibe mi alma, oh Señor. Amén”. Una oración casi haikú. Condensación mínima de la teología cristiana. Existe la muerte, el terror que en la oscuridad nos acecha. Hay un alma que sobrevive a la muerte y va hacia algún lugar. Hay un Dios que es el señor del mundo después de la muerte… Mi sentimiento era de miedo. Se rompía la felicidad paradisiaca. ¿Será el miedo el origen de la religión? Miedo a la muerte. ¡Miedo a abandonar ese mundo luminoso! Nunca tuve miedo al infierno. Quizá por eso nunca conseguí ser ortodoxo, pues el infierno es la base sobre la cual se construyó la teología cristiana, con excepción de los místicos. La teología crsitiana tradicional es un trompo que gira sobre esa aguda punta de fierro llamada infierno. Incluso cuando se guarda silencio sobre él, sigue rodando: quien esta encima no puede ver la punta de fierro que hace posible su giro. Sin esa punta, el trompo deja de girar y cae… ¿No murió Cristo en la cruz para salvarnos del infierno, como dice la teología ortodoxa?… Inconscientemente nunca creí que Dios pudiese arrojar un alma al infierno por toda la eternidad. ¡Es demasiada crueldad! Yo no admitiría que alguien hiciese algo así. ¿Cómo podría aceptar que Dios lo hiciera? Tampoco me atrajeron nunca las divulgadas delicias del cielo. Para ser sinceros, no conozco a ninguna persona que esté ansiosa por dejar las pequeñas alegrías de la vida para gozar eternamente la felicidad celestial perfecta. Las personas religiosas que conozco cuidan n su salud, caminan, hacen hidrogimnasia, se controlan el colesterol, la presión arterial, la glicemia… Ellas quieren seguir aquí. No desean partir. Cecília Meireles, la más mística de nuestras poetas, tampoco se entusiasmaba con la posibilidad de partir hacia los cielos. Decía: “Y me imagino si después de mucho caminar a algún lugar se llega…/ Lo que será tal vez más triste…/ Ni barcas ni gaviotas, sino sólo sobrehumanas compañías”. Mário Quintana, poeta ligerísimo, lo explicó son humor: “Un día, de pronto, me acabo./ Pues sea lo que tenga que ser./ Morir, ¿qué me importa?…/ ¡El diablo es dejar de vivir!”. Así es como me siento. Como Cecília, amo las barcas y las gaviotas. Como Mário, no quiero dejar de vivir. Soy un ser de este mundo.

Esa alegría de vivir me hace encontrar a Dios paseando por el jardín con el viento fresco de la tarde. Como yo, Dios prefiere las delicias de este mundo material a las delicias espirituales del cielo. Es obvio que si estuviera feliz en el cielo no habría creado la Tierra. Pues Dios, según los teólogos, en virtud de su perfección, no puede crear lo peor. Hace siempre lo mejor. Así, el Paraíso tiene que ser mejor que los cielos que ya existían… Y a Dios le gustó tanto la Tierra y sus jardines que resolvió mudarse definitivamente y se encarnó eternamente… Dios ama la vida sobre la tierra, incluso con la terrible posibilidad de morir. Porque la vida es bella a pesar de todo. “A pesar de”: es ahí donde viven los dioses. Y los poetas. Así canta Adélia Prado, mi teóloga más cercana: “Alabado seas, poque la vida es horrible, porque es más el tiempo que paso recogiendo los despojos, pero limpio los ojos y el moco de mi nariz por un cantero de grama…” […]

De ese modo, abandoné las inspiraciones éticas y políticas de la teología —justificación por las obras— y me dejé llevar por la felicidad estética —justificación por la gracia—. “Y vio Dios que era bueno…”. “El Paraíso, antes que todo, es un hermoso cuadro”, dice Bachelard. Alegría para los ojos, alegría para el cuerpo. Dios, en oposición a sus adoradores que cierran los ojos para verlo mejor, abre los suyos y se alegra. El acto de ver es una oración. Lo místico no se encuentra en lo invisible, sino en lo visible. Lo visible es un espejo donde Dios aparece reflejado bajo la forma de la belleza. Dios es un esteta. Quien experimenta la belleza está en comunión con lo sagrado.

Me acusarán, como ya me acusaron: “¡Una opción aristocrática, para pocos!”. Sí, se cree que los humildes y pobres son criaturas embrutecidas por el sufrimiento, con sus sentidos y almas insensibles. Pero yo no lo creo así. Pienso que, dentro de todos, vive adormecida la nostalgia por la Belleza. Con esto hago apenas eco a un poema que encontré incrustado en las Confesiones de San Agustín:

 

Pregunté a la tierra, pregunté al mar y a las profundidades,

entre los animales vivientes y a las cosas que se arrastran.

Pregunté a los vientos que soplan,

a los cielos, al Sol, a la Luna, a las estrellas,

y a todas las cosas que se encuentran a las puertas de mi carne…

Mi pregunta era el mirar con que se miraba.

La respuesta era su belleza…

 

Neruda, en Confieso que he vivido, declara que fue mediante la estética que encontró el camino hacia el alma de su pueblo. También los pobres y humildes de alimentan de Belleza.

Nunca imaginé que sería escritor. Tampoco me preparé para ello. Conozco poco de la tradición literaria pues la literatura me llegó sin que la esperase, sin prepararle el camino. Me llegó mediante experiencias de soledad y sufrimiento. Ambos me hicieron sensible a la voz de los poetas. Fue una decisión tomada después de los 40 años: no escribiría más para mis pares del mundo académico, filósofos o teólogos. Escribiría para las personas comunes. ¿Existe otra manera de comunicarse con ellas que simplemente decir las palabras que escoge el corazón? Fernando Pessoa declara que “el arte es la comunicación a los demás de nuestra identidad íntima con ellos”. Toda alma es una música que se toca. Deseé muchísimo ser pianista, pero fracasé. No tenía talento. Pero descubrí que puedo hacer música con palabras. Así toco mi música… Otras personas, escuchándola, pueden sentir su carne reverberando como un instrumento musical. Cuando eso sucede me doy cuenta de que no estoy solo. Si alguien, leyendo lo que escribo, siente un movimiento en el alma, es porque somos iguales. La poesía revela la comunión.

No escribo teología. ¿Cómo podría escribir sobre Dios? Lo que hago es intentar pintar con palabras mis fantasías —imágenes modeladas por el deseo— ante el asombro que es la vida. Si el Gran Misterio, de vez en cuando hace oír su música en los intersticios silenciosos de mis palabras, no es mérito mío. Es la gracia. Tal es el misterio de la literatura: la música que se hace escuchar, independientemente de las intenciones de quien escribe. Por eso la poesía, como bien recordó Guimarães Rosa, es aquella hermana tan cercana de la magia… La poesía es magia, hechicería… Hechicero es quien dice una palabra y, por el puro poder de esa palabra, sin el auxilio de las manos, lo dicho acontece. Dios es el hechicero mayor: habló y fue creado el universo. Los poetas son aprendices de hechicero. El deseo que mueve a los poetas no es enseñar, esclarecer o interpretar. Ésas son cosas de la razón. Su deseo es mágico: hacer sonar de nuevo la melodía olvidada. Pero eso sólo sucede por el poder de la sangre del corazón humano.

Escribí, hace tiempo, una historia para mi hija de cuatro años. Era sobre un pájaro encantado y una niña que se amaban. El pájaro estaba encantado porque no vivía en jaulas, venía cuando quería y se iba igual… La niña sufría porque amaba al pájaro y quería que fuese suyo, para siempre. Y tuvo un pensamiento perverso: “Si lo encierro en una jaula nunca se irá y seremos felices, sin fin…”. Y así lo hizo. Pero sucedió lo que ella no se imaginaba: el pájaro perdió su encanto. La niña no sabía que, para ser encantado, el pájaro tenía que volar… Me di cuenta de que esa historia es una parábola de la teología. Siempre existe la tentación de atrapar al pájaro encantado el Gran Misterio, en jaulas de palabras. El poeta es quien ama al pájaro en pleno vuelo. El poeta vuela con él y mira las tierras desconocidas adonde su vuelo lleva. Por ello no hay nada más horrible para un poeta que ver un pájaro enjaulado… De ahí que él se dedique, heréticamente, a la tarea de abrir las puertas de las jaulas para que l paájro vuele… Para eso escribo: por la alegría de ver al pájaro en vuelo.

T.S. Eliot tiene un verso que dice: “Y al final de nuestras largas exploraciones llegaremos finalmente al lugar de donde partimos y lo conoceremos entonces por primera vez…”. Solamente en la vejez nos reencontramos con la infancia, con nuestra infancia. Creo que las cosas que escribo son un intento por recuperar la felicidad perdida de mi infancia. Ahora, en la vejez, experimento la alegría de ver muchas jaulas vacías. Y la alegría de ver a los amigos que sonríen conmigo al ver a los pájaros en vuelo. Mas existe una tristeza: me siento como Ravel, cuando al ver aproximarse su fin, decía, en un lamento: “¡Pero hay tanta música esperando ser escrita!”.

6 de mayo de 2003