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DOCUMENTOS

·         vigencia de los principios reformados ante los desafíos de la posmodernidad

Salatiel Palomino López

El texto que sigue fue presentado por su autor ante la Comisión Hispana de la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA) en Los Ángeles, California, el 23 de octubre pasado. Agradecemos al doctor Palomino su disposición para publicarlo. Aparece sin notas.

Introducción: La matriz cultural de la Reforma

En opinión de Leopoldo Zea, filósofo mexicano, la Iglesia de la Reforma surgió como un intento de salvar al cristianismo, cosa que logró al costo de sacrificar la cristiandad.1 Es decir, la Reforma rescató la originaria riqueza espiritual de la enseñanza evangélica; pero al hacerlo, desmanteló el formidable edificio construido durante siglos a lo largo de la Edad Media: la estructura monolítica que ligaba el universo europeo todo centrándolo en la sacrosanta y tradicional alianza entre la Iglesia y el Imperio, teniendo al papa como eje de su operación. De esta manera, la Reforma actuó como el catalizador que contribuyó a provocar el nacimiento de una nueva era histórica que hoy conocemos como "modernidad."Dos notables movimientos artísticos e intelectuales, el Renacimiento y el Humanismo, se encuentran de manera especial entre los antecedentes culturales de esta nueva época, que logró cristalizar varios siglos de actividad intelectual, artística, literaria, social, política, científica, filosofica y religiosa. Pero fue la Reforma, por su concentración en el campo religioso, la que desencadenó el final derrumbamiento de todo un horizonte histórico caracterizado precisamente por su núcleo religioso y teológico, preparando así el camino para el surgimiento de la Ilustración, con la cual se perfecciona el fundamento de la modernidad.

Relacionado, entonces, con la época moderna, el protestantismo reformado y su núcleo teológico han encarnado muchos de los mejores rasgos de ésta. Pero cuando asistimos hoy a lo que se anuncia como el fin de la modernidad, nos preguntamos cuál es el futuro de la teología reformada al desaparecer la matriz cultural que le proporcionó su entorno vital.

 

I. Concepto y conciencia de la posmodernidad

Tanto en los círculos académicos e intelectuales como en los populares ahora, se habla de la posmodernidad, aunque se hace a veces de manera vaga y con diferentes significados. El término se aplica a una gran variedad de fenómenos y disciplinas, y se refiere a distintos lenguajes y a campos tan diferentes como la arquitectura o la literatura, la política o la pintura, la poesía o la teología, la filosofía o la teoría de la comunicación;  pero en general intenta seZalar hacia aquello que es distintivo en la conciencia y en las producciones espirituales de las últimas décadas de nuestros tiempos, creaciones que se distinguen por su espíritu, su mensaje y su crítica de las ideas que sustenta潲ron los valores y la cosmovisión predominante en la llamada cultura occidental durante los últimos cuatro o cinco siglos. La posmodernidad, ha desafiado toda la cultura forjada a partir de la Ilustración, especialmente sus presupuestos fundamentales con respecto al realismo, la representación, el humanismo y el empirismo que se encuentran en la base de sus teorías políticas, científicas, filosóficas y sociológicas.2

Cuando Descartes intentó fundamentar la certidumbre del conocimiento teológico en el suelo firme sobre el que se sustentan las ciencias,3 lo que hizo fue dar a la razón humana un lugar de privilegio en la construcción del mundo moderno. Esta "bendición" de la razón, y más estrictamente, del sujeto pensante, ha caracterizado nuestra cultura dominante por varios siglos. El reinado supremo del pensamiento y la razón ha penetrado nuestro sentido del universo y de la vida toda. La modernidad ha sido por excelencia racional, científica, objetiva, siempre conforme al juicio de la lógica más precisa y exigente.

Ahora bien, aunque siempre hubo un pensamiento crítico que de alguna manera cuestionó esta racionalidad, se puede decir que el efecto cumulativo de esta crítica ha venido a sentirse con más fuerza tal vez a partir de la segunda mitad del siglo XX. Pero el impacto esta vez, en opinión de sus expertos proponentes, ha sido devastador. El universo cartesiano, lógico, coherente, se ha tambaleado y derrumbado; sus cimientos se han conmovido y con ellos la casa toda de la modernidad que hospedó los grandes logros científicos del mundo moderno. Al final, este universo conceptual ha venido revelando su irracionalidad, lo ilógico de sus presupuestos, sus enormes debilidades, lo incorrecto de sus pretensiones hegemónicas en el campo del saber. Forzado primeramente a reconocer su regionalidad en cuanto conocimiento especializado, este positivismo cientifizante hubo de ceder ante las reclamaciones de, entre otras ideas críticas, ciertas formas de la fenomenología incorporadas en el paradigma hermenéutico gadameriano. El imperialismo epistemológico de la obsesión cartesiana por la “objetividad” ya no tendría más privilegios en el mundo del saber; su comprensión de la verdad era, en realidad, limitada; su exigencia de objetividad y su ataque al prejuicio, como enseña Gadamer, resultó ser simplemente el prejuicio de la Ilustración.4

Pero han sido en realidad filósofos franceses contemporáneos quienes más han contribuido a la documentación del desplome del mundo de la razón moderna, especialmente Jean-François Lyotard, Michel Foucault y Jacques Derrida. Y han sido ellos, quienes más acentuadamente han percibido y articulado la conciencia de esta nueva situación cultural caracterizada como posmodernidad.5 Con este término se trata de describir una era en que la humanidad ha perdido ya su confianza en el mundo ordenado y aparentemente coherente que le proponía la razón lógica. El mundo cultural que se ofrece a la llamada "generación X" es ahora absurdo, sin sentido, esclavo de la máquina y dominado por la codicia globalizada y la razón tecnocrática desprovista ya de la virtud moral o razón práctica, la frónesis, o prudencia, de Aristoteles;6 la realidad presente se encuentra amenazada de inminente extinción ya sea súbitamente, como resultado de su irracional violencia, o bien, gradualmente, fruto de su propia descomposición moral. Este nuevo mundo, plagado de injusticia, se ha lanzado a una loca carrera autodestructiva, y se ofrece totalmente confuso a pesar de sus grandes y sofisticados logros, presa del terror e incapaz de ofrecer esperanza y sentido a la existencia de sus generaciones jóvenes, hastiado ya de los placeres y vicios de la sociedad hedonista y opulenta que se niega a compartir sus comodidades con las mayorías pauperizadas.

En este mundo pluralista, saturado de ideologías de todo tipo y color, los seres humanos ya no nos podemos entender, los lenguajes resultan incomprensibles, los mensajes tradicionales han dejado de tener sentido, las palabras ya no comunican significados comunes y coherentes, la verdad y el conocimiento han alcanzado un grado exagerado de relatividad en el que cada quien es creador, consumidor y enterrador de su propia verdad. Para Derrida, por ejemplo, el proceso de diseminación que ha de prevalecer en el entendimiento de los significados transmitidos por el discurso, exige la liberación gramatológica del significante a fin de desatar su poder creativo, suprimido hasta ahora por el proyecto de la epistemología y la interpretación tradicionales. De otra manera, tendríamos que “relegar al sinsentido absoluto todo lenguaje poético que transgrede las leyes de esta gramática cognoscitiva, a la que no puede ser reducido.”7 Asediados por este “significante volátil” del discurso, no es necesario que tratemos de expresar un valor, sino de mantener un espacio abierto para aquello que sobrepasa a la expresión. Es decir, que una presuposición básica de la posmodernidad enseZa que “no existe un común denominador __en la ‘naturaleza’ o en la ‘verdad’ o en ‘Dios’ o en el ‘futuro’__ que pueda garantizar ni la Un-idad del mundo, ni la posibilidad del pensamiento neutral u objetivo.”8 Paradójicamente, entonces, incomunicados en un mundo de gran tecnología comunicativa, los seres parecen haber llegado al pináculo de una Babel rediviva que confunde las lenguas y amenaza el honor, la grandeza y el renombre del homo sapiens de hace apenas unas décadas.

Asistimos, pues, si no al fin de la historia, como simplistamente sugería Francis Fukuyama en su apología del proyecto ideológico y hegemónico estadounidense,9 si al ocaso de la búsqueda de conocimientos absolutos, de juicios universalmente válidos, de significados completamente claros y de verdades enteramente ciertas. De esta manera, “el postmodernismo sustituye el anuncio de la muerte de Dios que pregonaba Nietzsche, con el anuncio del fin de la filosofía,”10 cuestión que, de paso, nos remite a la pregunta por la teología. Y, tal vez más punzantemente, tendremos que interrogarnos por el autor de todas estas creaciones, es decir, por el ser humano mismo, ya que con la crítica de(s)constructiva a la filosfía occidental, los filósofos postmodernos han advertido la complicidad entre el antropocentrismo del humanismo y la metafísica de la filosofía moderna inaugurada por Descartes y culminando con Kant y Hegel. Estos críticos, cada uno a su manera, han proclamado "la muerte del ser humano," esto es, el fin del humanismo metafísico, cuyo colapso define la condición postmoderna según Jean-François Lyotard.11

Ahora bien, antes de plantearnos la pertinencia de la teología en este nuevo clima intelectual y cultural, todavía tenemos que convenir en si de verdad la modernidad constituye una nueva época histórica en el desarrollo cultural y espiritual de la humanidad, o si se trata simplemente de una moda pasajera, una corriente de pensamiento con límites geográficos, socioeconómicos o culturales de algun tipo. Es decir, ¿es la posmodernidad un fenómeno de proporciones universales que inevitablemente ha abarcado o abarcará más espacios hasta inundar el escenario total de la humanidad de todas las latitudes? O, ¿es meramente la situación de la sociedad europea cansada y de sus imitadores noratlánticos? Alguien podría sugerir que se trata de un fenómeno elitista, reducido simplemente a los círculos educados, a los ambientes académicos e intelectuales de nivel universitario a los que el ser humano común y corriente y las mayorías empobrecidas de todas partes no tienen acceso. Pero, ¿significa esto que para quienes vivimos al margen de ese mundo sofisticado no vale la pena ocuparnos del asunto? Hay quienes inclusive consideran el fenómeno como una mera subcultura contenida dentro de su propio ghetto, simple ideología y subproducto decadente de una sociedad burguesa narcisista que, ignorando el dolor prevaleciente a su derredor, se encierra en sí misma intoxicada con el tema de su propia importancia. A semejanza de la taberna o la discoteca en donde muchas gentes han estado bebiendo, fumando y bailando por largas horas, el ambiente de la posmodernidad es pesado y la atmósfera esta enrarecida al grado de que es difícil distinguir claramente a las personas; el ruido es tal que uno no puede oir ni siquiera sus propios pensamientos y el aturdimiento tan intenso que impide el pensamiento racional. Sin embargo, fuera del recinto la atmósfera está limpia y fresca; fuera del ghetto postmoderno de las élites, el mundo es diferente, tranquilo y distinto. ¿Será realmente este el caso para los postulados reformados?

 

II. Los desafíos para la teología reformada

Sin tomar partido por el momento en cuanto a las dimensiones de la posmodernidad, es conveniente recordar que la teología, sierva de la misión de la iglesia, recibe su mandato del imperativo evangélico de ir "por todo el mundo" y predicar "a toda criatura"; por tanto, se halla bajo la necesidad de estar siempre preparada para presentar defensa ante cualquiera que demande razón de la esperanza que hay en ella. Desde esta perspectiva, no puede haber duda de que la teología reformada puede y debe ser fiel testigo y participante en el diálogo con la posmodernidad. Hay, sin embargo, dos cuestiones previas que debe aclarar a fin de que su participación sea responsable. La primera tiene que ver con la naturaleza de los fundamentos epistemológicos que la ligan estrechamente al esquema de la modernidad. La segunda se refiere al marco contextual a partir del cual y para el cual elabora su respuesta.

En el primer caso, ya hemos dicho que la teología reformada está intimamente ligada al paradigma de la modernidad. Junto con ésta, el quehacer teológico se halla expuesto a la crítica que hacía Martín Heidegger en 1927. Su proyecto de "destrucción de la historia de la ontología" partía de la categoría de "substancia" en la que Aristóteles encontró el primer principio unificador del ser. La más alta substancia, Dios, que es universal por ser primera, unifica y explica toda la esfera de los seres.12 Esta confluencia de la universalidad de la ontología y la primacía de la teología es lo que Heidegger llama "onto-teo-logía," pero en ella la deidad tiene acceso a la filosofía sólo en la forma y medida en que ésta lo requiere y determina. Es decir, que la tradición filosófica que va desde Aristóteles hasta Hegel utiliza a Dios como un medio para sus propios fines, como un recurso al servicio de su propia voluntad de poder; este es el proyecto totalizante que pretende someter la totalidad del ser a la inteligibilidad del entendimiento humano. Pero semejante proyecto es, por un lado, arrogante y por el otro hipócrita. Arrogante porque nace de lo que los griegos llamaban hubris, insulto, orgullo insolente, como en el pecado original en que Adán pretende ser como Dios. Hipócrita porque cubre sus motivos indignos con un velo de piedad y pretende convertirlos en objeto de adoración. Contra este proyecto dirige Heidegger su protesta casi de orden religioso, reconociendo que el dios de la filosofía, el causa sui, es el objeto de esta onto-teo-logía. El ser humano no puede ni orar ni sacrificar a este dios. El pensamiento im-pio (literalmente sin-dios o a-teo) debe abandonar al dios de la filosofía, dios como causa sui, para estar más cerca del "Dios divino."13

De manera semejante, Jacques Derrida relanza el proyecto de(s)constructivo contra la metafísica moderna mediante su crítica de la lógica también totalizadora de Hegel, el intento de alcanzar un conocimiento absoluto mediante una lógica categorial abarcadora y una teoría también omni-inclusiva de los seres reales. Su de(s)construcción de la "metafísica de la presencia" o "inmediatez" --como llama a los significados que no admiten ambigüedad y a las verdades finales-- es igualmente un fuerte ataque contra el fundacionalismo cartesiano.14 Estar totalmente presente a los significados y verdades necesarios para un conocimiento absoluto es haber alcanzado aquello trascendental que es significado. Este último es un significado o verdad tan contenido dentro de sí mismo que no requiere referencia alguna fuera de sí en el espacio semántico, y tan completo que no requiere ninguna referencia subsecuente a este momento en el tiempo para su clarificación o validación. El proceso de(s)constructivo no consiste tanto en afirmar que jamás podemos alcanzar lo trascendental significado por el significante, cuanto en mostrar las diferencias espaciales y las postposiciones (literalmente tambien diferencias, de diferir) temporales que socavan las pretensiones de transparencia total y de certidumbre final. La différence es esta unión de diferencias espaciales y temporales en la crítica del logocentrismo que puede resumirse como la negación de la posibilidad del conocimiento absoluto.15

De acuerdo con este esbozo, cualquier teología que aspire a resonar en el espacio de la posmodernidad tendrá que cuidar de no recaer en la trampa epistemológica de la modernidad, esta metafísica de la onto-teo-logía, la metafísica de la presencia y el logocentrismo.

Pero volvamos ahora a la segunda cuestión aclaratoria previa sobre el marco contextual desde el cual y para el cual se lleva a cabo la reflexión teológica en la Iglesia Reformada. En este respecto, quisiera proponer la idea de que es necesario reconocer la situación ambigua a que pertenecemos los cristianos presbiterianos en esta parte del mundo. Esto se debe al hecho de que toda teología tiene que ser “situada” o contextualizada para poder ser auténtica y responder a la necesidad de la iglesia en el punto del espacio y del tiempo en que le ha tocado dar un testimonio que quiera ser fiel testimonio de Cristo. Nuestra ambigüedad se deriva del hecho de que por herencia teológica estamos ligados a una tradición que representa actualmente una cultura y una realidad socioeconómica de tipo dominante. Pero por nuestra situación histórica y geopolítica constituimos y representamos una cultura y una realidad económica de tipo dependiente y periférico. La reflexión teológica reformada de mayor circulación en el presente procede de las culturas europeas y anglosajonas, tiende a representar la situación social, política, económica y cultural de los centros de poder y hegemonía ideológica, representa los valores e intereses de la sociedad opulenta y se construye, por tanto, a partir de pautas hermenéuticas y postulados epistemológicos propios de la cultura representativa por excelencia de la modernidad y de la conservación social y cultural, parámetros que han entrado en crisis actualmente. En contraste con esto, a los pueblos periféricos y dependientes, ajenos culturalmente a la posmodernidad y ni siquiera modernos sino inclusive pre-modernos, se nos presenta l necesidad de hacer teología a partir de la realidad de nuestra gente y teniéndola a ella como foco de nuestra reflexión. De esta suerte, la ambigüedad inherente a nuestra particular ubicación crea un dilema que ofrece una difícil pero rica tensión histórico-social que puede fertilizar y enriquecer nuestro quehacer teológico. ¿Es posible generar una teología que sea fiel a la herencia reformada y que responda al proyecto de los pueblos del tercer mundo?

En este punto se nos ofrece como paradigmática una feliz coincidencia de horizontes históricos que contribuye precisamente a enfocar las dos cuestiones hasta aquí discutidas, pues resulta que en su momento original la Reforma compartió circunstancias semejantes a las de nuestra coyuntura histórica y de hecho constituyó ella misma una respuesta a dichas circunstancias.

Por un lado, es preciso recuperar el sentido de la memoria del contexto social, politico y económico de la Reforma suiza, especialmente en Ginebra bajo Calvino, porque es este contexto el que funciona como horizonte de entendimiento de dicha teología. Bajo esta luz, descubrimos, en primer lugar, que la Reforma no fue simplemente un pleito de curas enfrascados en las minucias de un simple debate filosófico medieval o pugnando por el poder eclesiástico y sus jugosos beneficios económicos, sino que nació como el esfuerzo de un nuevo pueblo pugnando por emerger; pueblo pobre y marginado, constituido por refugiados y desplazados, sin posibilidades en el mundo feudal medieval dominado por los fuertes intereses económicos y políticos de la nobleza y el clero.16 En segundo lugar, la teología reformada surgió como opción popular y hasta revolucionaria no alineada con el poder dominante ni ejercida desde una situación de superioridad, ni instalada cómodamente en los centros de privilegio. La caricatura de un Calvino déspota ejerciendo como cacique del pueblo ginebrino no es sino una distorsión grotesca del papel pastoral de un hombre profundamente comprometido con el bien de su pueblo y, precisamente por ello, en constante lucha con las instancias del gobierno de la ciudad y sus síndicos privilegiados o con los grupos con intereses comerciales y políticos.17 Para una reflexión sobre los principios reformados de corte auténtico, esta dimensión olvidada, descuidada o escamoteada por el desarrollo ulterior de la Reforma y sus nuevas alianzas con el poder, necesita ser recuperada y explorada para redescubrir las raíces radicales y los recursos liberadores de nuestra tradición teológica.

Además de esta ruptura de orden político, la Reforma constituyó una verdadera ruptura epistemológica que se apartó de la metafísica aristotélica bautizada por Tomás de Aquino y la teología escolástica medieval. En efecto, por medio de su insistencia en la centralidad y autoridad de la Escritura en todo asunto teológico, la Reforma impulsó el estudio de la Biblia de acuerdo con los métodos literarios e históricos más recientes. Esta concentración escritural obró dicha ruptura al desplazar la centralidad de la filosofía en el pensamiento y el lenguaje teológicos y colocar en su lugar los estudios históricos y exegéticos. El viraje particularmente dirigió la atención desde la ontología y la metafísica hacia la ética demandada por el evangelio. Mientras que Tomás de Aquino recurría a la especulación filosófica para interpretar el texto bíblico, Juan Calvino recurría a la exégesis y esto resultó en una interpretación ético-práctica que respondía al propósito concreto de oir y obedecer la Palabra de Dios, ya que el texto bíblico nos impone una "exigencia ética infinita," como explica Gilbert Vincent.18 Al abandonar la doctrina de la "analogía del ser" que informaba a la teología tomista, el contexto de la reflexión dejó de ser la totalidad cósmica organizada, jerarquizada, ordenada y sacralizada, por medio de la cual se podía obtener conocimiento de su autor concebido como primera causa o como causa final, como ente deducible a partir del orden del mundo. Al contrario, frente a esta logique cosmologique, Calvino contrapuso una nueva logique éthique que liberó al/la creyente de las limitantes del orden jerárquico centradas en la autoridad de la iglesia.19. Así pues, este giro colocó a la reflexión reformada en un diferente horizonte de intelegibilidad que se apartaba del esquema ontológico y ofrecía entonces, un nuevo recurso para hacer teología. He aquí el secreto de la Reforma, consistente en transformar sus debilidades en ventajas, los obstáculos en oportunidades.

 

III. Semper reformanda: El carácter de la teología

Una de las características de la actual generación joven de los países desarrollados es su alto grado de educación. Esta generación universitaria ha alcanzado un nivel extraordinario de sofisticación y dominio de las ciencias así como de los recursos tecnológicos para la investigación y la comunicación de información. Es también la generación que ha pagado las colegiaturas más caras en las universidades privadas para obtener una educación de excelencia. No obstante, es igualmente la primera generación de brillantes graduados universitarios que no encuentra trabajo al concluir sus estudios y que, si acaso logra encontrar un empleo, recibe una menor remuneración por sus conocimientos y su pericia. Muchos de los sueños de la sociedad opulenta y del desarrollo tecnológico empiezan a venirse por tierra para la juventud que no sin razón se encuentra desilusionada y a punto de explotar en otra ola de violencia a nivel mundial. Por otro lado, los sueños revolucionarios y los sacrificios en pro de la justicia social que capturaron la mente y el corazón de las generaciones jóvenes de hace sólo unas cuantas décadas también han sido brutalmente destruidos por el triunfo aplastante del siniestro capitalismo internacional que impera sin rival significante en el mercado global de almas. "El mundo ha perdido su rumbo." Decía Eugene Ionesco. "No que hagan falta ideologías que le den dirección, sino que éstas no llevan a ninguna parte," admitía el dramaturgo en la apertura del Festival de Salzburgo en 1972. "La gente simplemente da vueltas y vueltas en la jaula de su planeta porque se ha olvidado de mirar hacia el cielo. . . . Y por cuanto lo único que queremos es vivir, nos ha llegado a ser imposible vivir."20

"Mirar hacia el cielo" sería una buena manera de describir la tarea de la teología en cualquier tiempo, pero, ¿existe tal posibilidad después del ataque devastador de la modernidad contra toda altura y trascendencia? ¿No ha sido precisamente la teología de la modernidad __por sus conexiones epistemológicas con el paradigma metafísico__ un factor más, aunque involuntario, en la eliminación de lo celestial o de la habilidad para dirigir hacia allá la mirada? ¿No fue la teología reformada parte del proceso secularizador gracias a su contribución al quebrantamiento de la autoridad de la Iglesia obscurantista en la vida y civilización europeas, gracias a su lucha anti-idolátrica y a su carácter desenmascarador de los mitos y supersticiones medievales, gracias también a su cálido abrazo a la ciencia, la cultura y el desarrollo modernizantes? Esto nos obliga en realidad a preguntar, ¿es verdad que el pensamiento reformado está indisolublemente casado con los esquemas de la filosofía moderna? Y, si esto es así, ¿hasta qué grado?

Ahora bien, las rupturas de que hablamos anteriormente surgen aquí como valiosos indicadores del carácter de la teología reformada; ya que, aunque esta forma de reflexión nació en relación con una matriz cultural e histórica específica con la cual

ha estado relacionada por casi quinientos aZos, dicha relación ha sido más bien providencial que natural; es decir, no es consorte, ni hija y ni siquiera hermana de la modernidad, como algunos pensarían, sino simplemente viajera que comparte el camino con quienes marchan a su lado. Ella retiene la autonomía de su propio carácter y destino, de su andar, de su ritmo, de sus motivos, de las razones a que obedece su peregrinar. Esto es lo que la hace genuina interlocutora de acompaZantes de toda clase y talante, ya sean la modernidad, la posmodernidad o bien la premodernidad. Su autonomía se debe a que, si bien dialoga genuinamente con sus contemporáneos, ella en sí tan sólo oye a la voz de su pastor y no a la de los extraZos. Este es el secreto de su versatilidad y adaptabilidad para el diálogo.

Así pues, a la teología le es dada la libertad de su SeZor para proclamar la Palabra en el idioma de cada generación y al corazón de cada época cultural. Por eso la teología reformada subsiste a base de su imperativo de reformarse cada momento de acuerdo con la Palabra de Dios. No puede ni debe quedar anclada en un solo dialecto porque entonces perdería su efectividad para el diálogo con los otros caminantes de la historia a quienes ha de dar testimonio inteligible y claro. Sin embargo, esta es tarea francamente titánica y no mera cuestión de repetir de memoria las fórmulas tradicionales que resonaron adecuadamente en el pasado. Hoy, el desafío mayor es hablar de Cristo a un mundo postcristiano y no sólo postmoderno; pero para ello la teología puede y debe también crear espacios procurando encontrar en los idiomas de la posmodernidad acentos, puntos de contacto, temas y oportunidades para comunicar la Palabra de vida en el poder del Espíritu. Se trata de la reapropiación del espacio de la fe negado por la modernidad. Y si bien la posmodernidad se ofrece complicada y confusa, al mismo tiempo ha venido a dar un servicio involuntartio a la fe. Al demoler el edificio de la modernidad, descubrió lenguajes y modos de conocimiento diferentes de los del racionalismo cartesiano, generando un espacio a la pluralidad de avenidas epistemológicas y otras        vias cognoscitivas que permiten reafirmar las posibilidades de la fe y del conocimiento religioso, y en particular la opción de los principios reformados.21

Al mismo tiempo, la reflexión actual de la Reforma ha de hacerse en tono modesto, plenamente consciente de sus limitaciones particulares y del terreno escabroso que pisa de cara a las múltiples y altisonantes voces que se levantan a su alrededor. Esto no significa de ninguna manera que tenga que sacrificar la verdad de su mensaje, o algunos elementos de su enseZanza, o la firmeza de sus convicciones. Más bien, significa que necesita desarrollar ese delicado balance de lo que sería una audaz modestia, algo que Jesús recomendó a sus apóstoles al invitarlos a ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas en vista de que habrían de conducirse como ovejas en medio de lobos. El testimonio teológico constituye esa sutil pero poderosa paradoja de que hablaba Karl Barth llamándola precisamente una "imposible posibilidad," la permanente lucha por expresar en mortales y débiles balbuceos apenas infantiles la portentosa Palabra de Aquel cuya voz es como estruendo de muchas aguas, que hace temblar el desierto, que quebranta los cedros y que desnuda los bosques.

Fred Craddock, profesor de homilética en Estados Unidos,. sugiere que el/la testigo/a cristiano/a hoy ha de proclamar la Palabra "como alguien que no tiene autoridad."22 Por supuesto, su idea contiene una alusión a Jesucristo, que enseZaba "como quien tiene autoridad." Pero en el contexto de la posmodernidad con su fuerte acento iconoclasta y su rechazo de toda autoridad basada en la tradición, el/la predicador/a ya no es considerado/a como una figura suprema, digna de respeto y con la autoridad para definir la verdad de manera final; ahora, el/la teólogo/a funciona como alguien que habla desde el mismo plano que los demás y como igual a ellos/as, no ya como superior y desde una posicion de altura. Este nuevo contexto simplemente refuerza lo que el cristianismo ha reconocido desde siempre, esto es, que tenemos este tesoro en vasos de barro para que la alteza del poder sea de Dios y no de nosotros. Pero la modestia exigida a la teología reformada en el nuevo contexto no tiene que ser una debilitación de la certeza interna de la verdad evangélica, o la de una actitud tímida de inseguridad que tiene que pedir disculpas cada vez que quiere hablar. Más bien, tiene el carácter de esa osadía que el Nuevo Testamento describe como parresía, la gloriosa confianza de que en la debilidad de la apariencia flaca y enferma del mensaje y el/la mensajero/a evangélicos se perfecciona la potencia divina. Y esto lo hace en consideración tanto del carácter mismo del evangelio, que es "locura" para los entendidos y "escándalo" para los religiosos, como en atención a las condiciones culturales del presente.

Un elemento de la reflexión de Jean-François Lyotard ilustra claramente esta tensión y posibilidad a que ha de responder la reflexión Reformada en su diálogo con este tipo de pensamiento a fin de demostrar la vigencia de sus fundamentos y verdades. En línea con la protesta de Michel Foucault "contra toda totalidad,"23 Lyotard rechaza las aspiraciones absolutistas de cualquier discurso que pretende conocer y representar la verdad en su totalidad o que ofrece abarcar integralmente todas las esferas de la realidad humana sobre la base de su clave privilegiada de acceso al conocimiento pleno.24 Aquí subyace una preocupación de orden político, ya que tales sistemas de pensamiento llevan a una especie de "terror totalitario" que amenaza a otras verdades. En consecuencia, Lyotard propone una "política del deseo" basada en el hecho de que el florecimiento de una pluralidad de deseos diversos constituye un valor fundamental de la sociedad. Como sabemos, el conocimiento y el poder están estrechamente relacionados, y las teorías "totalizantes" (como el marxismo), que reclaman validez universal, son fuente de estructuras sociales totalitarias que destruyen la pluralidad de deseos. Así pues, la idea de justicia que mantiene Lyotard se basa en su concepto del diferendo, referido a la inconmensurabilidad entre dos puntos de vista (juegos de lenguaje, narrativas o deseos) en el que esa magnitud que no puede ser reducida a ninguna medida se expresa precisamente en la carencia de criterios comunes para valorar las diferencias que definen el diferendo. La meta de la política, así como la de la ética y el arte, ha de ser la producción y preservación de los diferendos; y, más particularmente, la de protegerlos contra el "terror totalitario" de las afirmaciones de verdad de carácter globalizante, porque resultan excluyentes.25

Semejante planteamiento obliga a la teología Reformada, si desea mantener el diálogo y el testimonio eficaz en la nueva situación cultural, a repensar sus bases y contenidos y a replantearse sus fines y sus modalidades. Necesita, entre otras cosas, valorar su carácter comprensivo. Es decir, necesita revisarse en cuanto "sistema" coherente de doctrina que abarca la totalidad de la verdad revelada y procura explicar de manera armónica "todo el consejo de Dios." Surgida apenas en los orígenes de la modernidad, nuestra teología representa el espíritu y el afán comprensivo y exhaustivo de los grandes sistemas y las grandes sumas teológicas que caracterizaron a la teología medieval. Calvino fue uno de esos gigantes que piensan en grande porque su formación fue de carácter enciclopédico y su visión de magnitud cósmica. Pero pocas generaciones después de la obra creativa, dinámica y vigorosa de Calvino y los demás reformadores clásicos, la reflexión Reformada entró en el período denominado "escolasticismo protestante," que ya no produjo nuevas contribuciones sino que se dedicó a refinar, organizar y sistematizar toda la producción teológica protestante del siglo XVI. Su meticulosidad se echa de ver en los argumentos y construcciones dogmáticas del Sínodo y los Cánones de Dort. Su profundidad y sus tendencias especulativas y metafísicas se revelan en la controversia entre el infralapsarianismo y el supralapsarianismo. Sus altos vuelos lógicos y sistematizantes, así como su ortodoxia omnicomprensiva y racional se encuentran esculpidos en la monumental Confesión y los Catecismos de Westminster. Sin embargo, es precisamente esta característica la que se encuentra bajo la crítica inmisericorde de la posmodernidad debido a su pretensión de totalidad y validez global. ¿Ha dejado, pues, de ser pertinente y viable la teología de la Reforma en su vertiente calvinista? ¿Queda descartada su contribución en virtud de su proyecto abarcador, su visión exhaustiva y su organicidad lógica y sistematizadora? Lo cierto es que en esta serie de cuestionamientos hay que hacerse esta otra pregunta, ¿son éstas las únicas virtudes o características esenciales que distinguen a la teología reformada?

Este problema ya lo había planteado Karl Barth. La noción de sistema le parecía inadecuada,26 pues por su naturaleza el sistema es cerrado a fin de evitar la ambigüedad y la falta de coherencia; el sistema necesita clausurar su universo y descartar muchos elementos o átomos de investigación y multiplicar las reglas que controlan su operación para no viciarse y resultar contradictorio y erróneo. Esto en opinión de Barth, va bien con las matemáticas y los sistemas de lógica, pero no con la teología, que ha de permanecer abierta al carácter siempre libérrimo y sorprendente, a veces hasta contradictorio y aparentemente absurdo, pero, además, constantemente creador de vida y futuro novedoso, que es propio del Dios vivo revelado en Jesucristo según nos dan testimonio las Sagradas Escrituras. Así pues, Barth prefiere hablar del carácter arquitectónico de la teología, en el que los elementos constructivos corresponden al dise

eZo general y dependen de la creatividad del teólogo pero no son ni esenciales ni dominantes respecto del “Sujeto” al que se refieren, quien permanece permanente y soberanamente “Sujeto.”27 Nosotros podemos tan sólo hablar del “Centro” de la teología, Jesucristo, a partir de quien todo el edificio va construyéndose armoniosamente, sólo que este Centro no es un principio lógico, sino su “SeZor.” En consecuencia, hemos de entender la teología Reformada en sus distintas versiones simplemente como una parábola del Reino, preZada de significado y muy reveladora, pero también permanentemente insuficiente para abarcar, describir o contener al Reino y al Rey.

Ahora bien, con todo esto simplemente quiero decir que los principios y valores Reformados en realidad no pretenden haberse perfeccionado, cerrado y canonizado como la última palabra o como el sistema final de la verdad absoluta. En el prefacio a la segunda edición de su comentario a los Romanos, Barth seZala que “no puede haber una obra completa. Todos los logros humanos no son más que prolegómenos; y este es especialmente el caso en el campo de la teología..”28 Más bien, para ser auténtica teología reformada, tiene que sujetarse al imperativo al que responde y obedece, es decir, al de reformarse continuamente. Eso es lo que significa semper reformanda. Sometida a la Palabra de Dios, la teología de la Reforma ha sido siempre teología “reformadora,” teología que busca reformar contiunuamente el presente y que se reforma ella misma sobre la base de su propio principio. Como lo dice Jürgen Moltmann, “Como teología reformante, la teología Reformada es una teología orientada escatológicamente,” y por ello recurre de continuo “ a ese futuro del Reino de Dios prometido por la Palabra de Dios.”29 Y esto quiere decir que, lejos de ser una arrogante afirmación de su propia importancia y gloria, la reflexión contemporánea gestada dentro de la comunidad de la Reforma, tiene que ser humilde y esperar de rodillas a que su Señor se digne revelarle la palabra con que ha de dar hoy testimonio fiel de su SeZor y Maestro. De aquí que las exigencias de la posmodernidad de hecho generan una saludable función revitalizadora de la teología Reformada, en tanto que la mueve a ser humilde en sus pronunciamientos, pero revelándole así y al mismo tiempo su potencial, su humilde osadía y sus recursos para acudir al diálogo a que la convocan hoy conjuntamente su Dios y la humanidad.

John Leith, teólogo presbiteriano estadounidense, escribió el libro El imperativo reformado30 en el que entiende tal imperativo en los términos del subtítulo, mismo que reza: “Lo que la iglesia tiene que decir que nadie más puede decir.” La obra fue una vigorosa, necesaria y saludable exhortación a mantener vivo el testimonio cristiano en el mundo de hoy. Pero yo quisiera tomar la frase para sugerir que este imperativo de hecho opera y debe funcionar en el corazón y en la génesis de todo esfuerzo de testimonio y, por consecuencia, de todo el ejercicio de reflexión teológica que debe preceder al testimonio. Este imperativo es precisamente el de “reformarse” continuamente de acuerdo al poder y bajo el influjo de la Palabra de Dios. O sea que la teología Reformada, en virtud de la fuerza que la alienta y del mandato que la crea, tiene que ser, de por sí, un nuevo y fresco intento de hablar de Dios, una teología dinámica y actual, contemporánea y pertinente, o no es teología Reformada. Nuestra legítima y fiel confesión de Jesucristo como Señor no consiste meramente en la repetición de fórmulas y expresiones de lo que nuestros antepasados hicieron en su día movidos a dar testimonio viviente para ser fieles al imperativo reformado. Esto sólo puede hacer daño a la Reforma porque la reduce a una fría reiteración exánime, a una ortodoxia muerta en la que ya no opera su imperativo de reformarse, que es lo que le presta su vigor, vitalidad y pertinencia. Semejante expresión será, por otro lado, rechazada por una cultura en constante y vertiginosa conmoción, desatino y necesidad. Se perderá así la oportunidad de beneficiar el mundo y la cultura con los grandiosos tesoros que el evangelio, en la expresión de la teología Reformada, puede ofrecerle. De modo que para ser pertinente y efectiva, nuestra teología tiene que ser fiel a sí misma como una teología versátil, oportuna, flexible, que es lo que siempre fue en sus grandes momentos. Sólo así pudo ser fiel. Y por ello ahora ha de estar atenta para oir lo que el Espiritu dice a las iglesias en medio de los tiempos.

En el ejercicio de su adaptabilidad al cambio en razón de su imperativo de reformarse constantemente, nuestro quehacer teológico solamente tiene que cuidarse del extremismo tan daño consistente en adaptarse de tal manera a la cultura, que como ideología ya domesticada, pierda su singular identidad. Lamentablemente, muchos proyectos teológicos del pasado y del presente han cedido a los recios vientos de la cultura dominante hasta el grado de perder el vigor y distintividad de su voz profética y evangélica convirtiéndose en meros ecos imperfectos y dubitativos de las voces altisonantes del momento. El escándalo de la cruz es inevitable aun en nuestra moderna apertura a la pluralidad de mensajes que se ofrecen. No podemos sacrificar la verdad en aras de la popularidad. Eso es también imperativo reformado.

Es posible concluir afirmando la necesidad y la vigencia del testimonio de la Reforma en el corazón de la posmodernidad, a condición de hacerlo vigorosa, fiel y genuinamente en calidad de instrumento de la Palabra “viva y eficaz” que “permanece para siempre,” pues es tan sólo ella la que le proporciona su viabilidad, su contemporaneidad y su pertinencia. Pero esto significa que en nuestro contexto, la teología Reformada necesita llevar a cabo una ruptura de su tradicional alianza con las fuerzas de la derecha reaccionaria operantes en el terrorismo imperial que aniquila las posibilidades de verdadera Reforma en nuestros tiempos. Por ello, la misma posmodernidad ha de ser leída desde la angustia de los excluidos; y la reflexión pertinente ha de ser aquella que con autenticidad promueva la “reforma periférica” que haga oir privilegiadamente el clamor de los humildes por encima del estruendo cacofónico de una multitud de voces sin sentido, sin mensaje y sin esperanza de verdaderos cambios en favor de los condenados de la tierra. Tiene que dejar de ser una mera ideología conveniente, diluida en el concurso de las mil voces que conversan en el pluralismo contemporáneo con la mira de evitar una verdadera praxis transformadora, para ser una voz que, aunque modesta, ilumine con esperanza la marcha de los intereses del Reino en medio de la penumbra posmoderna. En palabras de Beatriz Melano, teóloga latinoamericana, si en realidad nos aflige el dolor de esta sociedad, “no estamos llamados/as a buscar soluciones parciales e ineficaces, sino a unirnos en la promoción de cambios drásticos y en transformaciones significativas como comunidades mesiánicas.”31 Por tanto, si la teología de la Reforma es capaz de articular este clamor aprovechando el contexto posmoderno que supera el individualismo, el racionalismo, el dualismo y la alianza con las fuerzas de la reacción política ultraconservadora, podrá ser una voz pertinente y fiel que mantendrá vivo el poder transformador y redentor del evangelio  de nuestro Señor Jesucristo en el mundo de hoy.

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