_________________________________________ EL CRISTIANISMO SE EXPANDE EN EL SUR: KONRAD RAISER Henri Tincq* Henri Tincq es responsable desde 1985 de información religiosa en el
prestigioso diario francés Le Monde, fue galardonado en 2002 con el
Premio John Templeton como "mejor periodista europeo del año en
temas religiosos". Es autor de numerosas obras, entre las que cabe
destacar: Une France sans Dieu (Una Francia sin Dios, 2003), Les génies
du christianisme (Los genios del cristianismo, 1999), Les médias et
l'Eglise (Los medios de comunicación y la iglesia, 1997). Con esta
colaboración, enviada desde Suiza, se estrena en el comité editorial
nuestro amigo Luis Vázquez Buenfil, sociólogo y periodista. Invitado por el equipo de información pública del Consejo Mundial de
Iglesias (CMI), cuya sede se encuentra en Ginebra; Henri Tincq, entrevistó
al secretario general del CMI, Konrad Raiser. El motivo de la charla fue
hablar del fin del mandato de Raiser como secretario general del organismo
ecuménico (1992-2003) y, en ella, también se abordaron cuestiones
ligadas a la mutación que el cristianismo está experimentando en el
hemisferio sur. Pastor Raiser, ¿cuál es el mejor recuerdo que conserva de su mandato de
11 años como secretario general del Consejo Mundial de Iglesias? He tenido el privilegio de conocer a muchos hombres y mujeres
extraordinarios, a figuras religiosas y espirituales, a responsables políticos
de alto nivel. Entre ellos, el que sin duda me dejará el recuerdo más
emocionante es Nelson Mandela. Todavía lo veo en la asamblea del CMI en
Harare, Zimbabwe, en 1998, entrar a la sala de plenarias y luego subir
hacia el podio bailando, precedido por un coro fantástico. Con unas
palabras de profunda simplicidad, evocó su experiencia de joven dirigente
africano, la influencia que tuvieron en él la fe cristiana y las iglesias
comprometidas en la lucha contra el apartheid. Es un acontecimiento que
nunca olvidaré. ¿Y el recuerdo menos grato? Sin lugar a dudas mi visita en febrero de 1998 a la Academia Teológica
de Moscú, donde algunos jóvenes monjes y estudiantes ortodoxos me
recibieron hostilmente. Nunca me habían agredido verbalmente con tanta
violencia, sin ningún tipo de reacción, cabe señalar, por parte de los
dignatarios presentes. Percibí la expresión de una tensión entre este
grupo de estudiantes de teología y su propia jerarquía y sobre todo el
rechazo a toda aspiración ecuménica, considerada como "herética".
Volví el mes de julio pasado y debo decir que la situación ha mejorado
mucho. ¿Podría usted afirmar que en 11 años el movimiento ecuménico ha
progresado? Lo creo sinceramente, pero lo afirmo modestamente. Primero, porque otras personas se mostrarían más escépticas. Luego,
porque los signos de progreso que constato no son todos imputables a la
acción del Consejo Mundial de Iglesias. Tomo el ejemplo del acuerdo
firmado en Augsburgo, en 1999, entre la Federación Luterana Mundial y la
Iglesia Católica Romana. Fue la primera vez que representantes oficiales
del Vaticano aceptaron firmar un acuerdo doctrinal con otra comunión de
iglesias, fruto de un largo proceso de diálogo. Los luteranos y los católicos
han tenido el coraje de proclamar juntos que lo que los había separado
durante cuatro siglos no debía dividirlos más. Es un paso hacia delante
considerable. Han habido otros progresos en los diálogos bilaterales
entre iglesias, y se han firmado otros acuerdos. Somos testigos de una
verdadera reorganización de las relaciones entre las iglesias surgidas a
partir de la Reforma, los anglicanos y hasta los católicos romanos. Ello
me hace pensar en la afirmación del concilio Vaticano II según la cual
la "comunión" existe realmente, aunque sea todavía imperfecta.
La unidad sigue siendo un don que hay que recibir, reconocer y celebrar.
Pero si nuestros esfuerzos nos permiten hacerla más visible y traducirla
en actos concretos, entonces sí que tengo razón al hablar de progresos.
Con otras palabras, repito aquí lo que el papa Juan Pablo II ha afirmado
a menudo, que nuestro camino hacia la unidad es irreversible. Es
impensable que un día podamos volver a la situación anterior. Voy aún más
lejos: durante estos 11 años, lo que ha cambiado y mejorado es la calidad
misma de las relaciones entre las iglesias. Durante mis viajes lo he podido constatar muchas veces. El caso más
reciente fue en Angola, donde una simple visita de cortesía al arzobispo
de la capital se transformó en una invitación ante toda la conferencia
episcopal. No obstante, no han faltado tensiones con la Iglesia Católica Romana.
Ciertas reafirmaciones doctrinales, como Dominus Iesus en 2000, han podido
interpretarse como retrocesos en el plano ecuménico. ¿No se ha alterado
la "calidad" de las relaciones con los católicos romanos? En primer lugar, quiero rendir homenaje a la fidelidad y a la claridad de
los católicos con quienes colaboramos. Son hermanos y hermanas que buscan
como nosotros, que quieren como nosotros responder al llamado ecuménico,
y no se dejan perturbar por las contracorrientes. Se encuentran tanto en
el Vaticano como en los episcopados nacionales, así como entre los curas
y los laicos. Aunque aún estemos en busca de la unidad tan deseada, al
mismo tiempo nos sentimos tan unidos que los obstáculos que se interponen
en el camino no pueden poner en duda la vía trazada.Por otro lado, es
imposible no ver que entre los católicos romanos, pero también entre los
anglicanos o luteranos, o metodistas, u ortodoxos, han aumentado los
temores ligados a la identidad y a la integridad de cada comunidad. Nacen
o se afirman corrientes para las cuales el movimiento ecuménico es
amenazador, inquietante. Tras la Jornada Eclesial Ecuménica (Kirchentag)
de 2003 en Berlín, Alemania, una personalidad católica como el cardenal
Joachim Meisner reprochó a ese evento haber sembrado la confusión entre
los fieles. Estos miedos están ligados a los riesgos de descomposición y
de fragmentación de las identidades religiosas, a la secularización y al progreso del
relativismo en el interior de nuestras sociedades. Desde mi punto de
vista, sólo se pueden superar a través del redescubrimiento común, por
encima de nuestras tradiciones particulares, del espíritu y de la vida de
Cristo. Para contestar con mayor precisión a su pregunta, añadiré que tales
temores determinan en parte el rumbo de la Iglesia Católica Romana y que
ello nos crea dificultades; no podemos negarlo. No tengo la menor duda
sobre el compromiso personal de Juan Pablo II en favor del ecumenismo, que
para él es mucho más que una opción estratégica. Tampoco tengo ninguna
duda sobre su voluntad de reiniciar el diálogo con los ortodoxos. Pero
pienso que el enfoque por el que se ha optado no es el más adecuado para
conseguir el objetivo buscado. Juan Pablo ha sido muy valiente al proponer
a sus interlocutores ecuménicos una reflexión sobre el ejercicio de la
"primado" del obispo de Roma. Pero, al añadir que el debate
sobre la concepción misma de esa "primado" está fuera de
cuestión, ha mostrado que el obstáculo en nuestro camino sigue
residiendo en cómo comprendemos en cada una de nuestras tradiciones
nuestra fe en la iglesia. Los ortodoxos tampoco han sido un interlocutor fácil. Desde el
desmoronamiento del comunismo hay una creciente intransigencia motivada
por cuestiones de identidad. ¿Qué lecciones extrae de este malestar y
del camino tomado por la creación, a iniciativa suya, de una Comisión
Especial en el CMI con miras a superar la crisis? Me ha impresionado el resurgimiento religioso de los países ex
comunistas. Pienso en la Rusia que he visitado, pero también en un país
como Albania, testigo de una increíble "resurrección" de su
iglesia. Pero, habida cuenta del peso de la herencia marxista o de la influencia
igualmente secularizante del liberalismo postcomunista, yo también he
sido muy escéptico en cuanto al famoso "renacimiento" del alma
ortodoxa. Excluida durante setenta años del espacio cultural, económico
y político creado por el estado comunista, la ortodoxia no ha tenido la
posibilidad de adaptarse al contexto de la sociedad moderna. Ha sido
"liberada", pero sin la más mínima preparación y, para las
personas desconcertadas, se ha convertido incluso en una ideología de
recambio. Como siempre, en dichas circunstancias, los
"conversos" o "neófitos" han buscado en la ortodoxia
certezas que no encontraban en otra parte. Han pasado de un sistema a
otro, pero sus esquemas de análisis un poco dicotómicos –separando los
"enemigos" de los "amigos"– siguen siendo los
mismos. Los estudiantes ortodoxos que me agredieron verbalmente en 1998 en
Moscú probablemente antes habían pertenecido a los
"komsomoles", las juventudes comunistas. Debo decir que esta situación ha cambiado mucho, en parte gracias a la
Comisión Especial sobre la Participación Ortodoxa en el CMI. Dentro de
este marco, las iglesias ortodoxas se han sentido por primera vez
escuchadas y un poco mejor comprendidas. Para mí es prueba de ello la
reacción de un metropolitano griego cuyas relaciones con nosotros eran
difíciles y que, al final de la última sesión de la Comisión, se alegró
públicamente de finalmente haber podido hablar y ser comprendido. La
situación cambia. Muchos de nuestros interlocutores ortodoxos empiezan a
estar presentes en los lugares de investigación ecuménica. Se está
haciendo un trabajo de comprensión mutua, facilitado por la toma de
conciencia de que la ortodoxia también pertenece al espacio europeo y
debe acercársenos. Nuestros interlocutores en Rusia –pienso, en
particular, en el metropolitano Kirill de Smolensk y Kaliningrad
(responsable de las relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú)–
admiten hoy que comparten con nosotros una parte del patrimonio de esta
Europa y que ello no constituye inevitablemente una amenaza contra la
ortodoxia. Saben que necesitan el marco ecuménico, el cual les puede
proporcionar una buena base de comprensión mutua para "vivir
juntos" de otra manera en Europa. Creo que hoy se ha alejado la amenaza de que la Iglesia Ortodoxa Rusa
abandone el CMI y ponga así en duda todo el edificio ecuménico en el
seno de la familia ortodoxa. La Comisión Especial ha elaborado una agenda
que incluye el tratamiento de las diferencias en nuestras respectivas
comprensiones de la naturaleza de la iglesia. Debo añadir que este cambio
no hubiese sido posible sin la toma de conciencia de que la tradición
mayoritaria protestante impregna todavía demasiado nuestras agendas,
nuestras maneras de trabajar, de tomar decisiones, de celebrar nuestras
liturgias. Quizás habrá hecho falta esta crisis para comprender que los
ortodoxos no se sienten tan a gusto como nosotros en el movimiento ecuménico.
En este sentido, esta crisis dolorosa habrá sido saludable y habrá
permitido una profundización en la concepción del Consejo como
"comunión de iglesias". Usted ha señalado a menudo la necesidad de una "nueva configuración"
del movimiento ecuménico. ¿Cómo dar cabida a la vez a la diversidad de
la experiencia ecuménica contemporánea y conservar una orientación
fuerte mediante una organización como el CMI? He hablado de los progresos y de las dificultades del diálogo entre las
grandes iglesias históricas. Pero cómo olvidar que éstas sólo
representan una parte de un cristianismo que hoy cuenta con una gran
diversidad de rostros nuevos: un cristianismo indígena, negro o asiático
en el hemisferio sur, una profusión de comunidades de tipo carismático,
pentecostal, profético, y una dinámica espiritual que no deja de
recordarme el cristianismo de la época de su primera expansión. Durante
mis viajes, he tenido muchas oportunidades de constatar estas mutaciones,
en particular en el hemisferio sur. Estos nuevos rostros expresan, de diversas formas, una necesidad de
reconocimiento y de solidaridad en el movimiento ecuménico. Su identidad
se ha consolidado con el tiempo y hoy se pueden abrir más fácilmente.
Esto es lo que siento ante las respuestas recibidas a nuestra invitación
a explorar la creación de un Foro Mundial Cristiano. Ahí estamos. Ya no
podemos atenernos a asimilaciones demasiado fáciles u obsoletas entre
"ecuménico" y "liberal" por un lado, "evangélico"
y "conservador" por el otro. Desde el punto de vista teológico
y espiritual, la gran mayoría de nuestras iglesias miembros del sur son,
por lo demás, evangélicas. A partir de ese trasfondo, surge la cuestión sobre la necesidad de una
nueva forma de dirigir el movimiento ecuménico. Si no hay una estructura
de referencia, o de transparencia en el ejercicio de las
responsabilidades, o de disciplina en la participación, se corre el
riesgo de fomentar un cristianismo populista, fundamentalista, militante.
El Consejo Mundial de Iglesias, a su manera, puede ser esta célula base,
esta columna vertebral. Su futuro está ahí, y también en garantizar una
gran diversidad de expresión, proteger los espacios de encuentro,
resistir a los discursos normativos, exclusivos, tajantes. El desafío del
Consejo para el día de mañana es acompañar los cambios de mentalidad,
de generaciones y de rostros del cristianismo y hacer frente a los desafíos
espirituales que de ellos se derivan. Pero, ¿cuál es su visión acerca del futuro de este cristianismo que,
desde el punto de vista estrictamente europeo, está en declive? Si examinamos la situación del cristianismo en Europa tendemos, en
efecto, a una visión pesimista. Pero no es posible olvidar que el
cristianismo, durante su larga historia, no se ha encontrado nunca
"recluido" en una zona determinada, geográfica o cultural, que
siempre ha sido capaz de volver a cobrar actualidad. Asimismo, cómo
olvidar hasta qué punto los sociólogos y los filósofos de los años 60
se equivocaron acerca de la secularización, al no ver que la secularización
no excluye otras formas de renovación religiosa que hoy emergen con gran
energía. Es cierto que
estamos al final de un ciclo, como siempre los ha habido en el
cristianismo, como por ejemplo al final de la Antigüedad o de la Edad
Media. Se abre para el cristianismo un nuevo período histórico, que
podemos llamar posmoderno, fundado sobre formas de renacimiento que
constato en acciones concretas o en comunidades como San Egidio, los
Focolares, El Arca, Taizé, Grandchamp, etcétera. La expansión del
cristianismo en el sur, junto a las formas de vida eclesial más
comunitarias en la vieja Europa, me hacen ser más optimista con respecto
al futuro. Usted dice a menudo que el ecumenismo es, ante todo, un "imperativo
del Evangelio". ¿Cómo ha vivido con él durante estos 11 años como
secretario general del CMI? Cuando conocí el movimiento ecuménico, hace tiempo, se lo identificaba todavía con un combate. Combate espiritual, combate social, no sólo por la unidad de los cristianos, sino también por la renovación de nuestras iglesias, de nuestra fe, por la transformación del mundo. Hoy, estoy convencido de que el ecumenismo, más que un combate, es en primer lugar un llamado y un camino a seguir bajo la dirección del Espíritu de Dios. Estoy también convencido de que el futuro está en el "ecumenismo del pueblo" del que habla Chiara Lubich (fundadora del movimiento Focolar), distinto del de ayer, que quizás depositaba las esperanzas más bien en algunos dirigentes. Este
año, la Jornada Eclesial Ecuménica en Berlín me impresionaron y
confirmaron esta visión del futuro. El "pueblo de Dios" en su
diversidad se afirmó, en nombre de este "imperativo del
Evangelio" del que hablamos, en los encuentros, en las discusiones,
en las celebraciones. Para mí,
la "renovación" de la iglesia es un proceso permanente. El
movimiento ecuménico deja un período de grandes construcciones y de
organización para entrar en una fase de avance, de peregrinación de todo
el pueblo de Dios. Mañana, tras haber terminado mi mandato, participaré
plenamente en dicho proceso, en la medida de mis posibilidades, tal como
lo hice ayer. |